El día en que extrajeron el cerebro de Lenin y lo rebanaron en 30.953 lonchas por el bien de la revolución proletaria

El día en que extrajeron el cerebro de Lenin y lo rebanaron en 30.953 lonchas por el bien de la revolución proletaria

Se cumplen cien años de la muerte de Lenin y eso ha generado ríos de tinta, celuloide y píxeles sobre la que (sin lugar a dudas) terminó siendo una de las personalidades más importantes del siglo XX. Ayer como hoy, miles de investigadores, revolucionarios y académicos han tratado de responder una pregunta clave: ¿Qué tenía Vladimir Ilinch Ulianov en la cabeza?

Aunque sin lugar a dudas, el que se tomó más al pie de la letra fue Nikolai Semashko.

Una propuesta algo extraña. Semashko era el Comisario Popular de Salud Pública del último gobierno de Lenin y, tras su muerte, propuso llevar el cerebro de Lenin a Berlín donde podrían estudiarlo científicos de primer nivel.

A la muerte de Lenin, le contaba el historiador estadounidense Paul Roderick Gregory a Juan Francisco Alonso en la BBC, la URSS apenas empezaba a superar (con muchas dificultades) los principales problemas de la salvaje guerra civil que siguió a la llegada de los bolcheviques al poder. Aunque debían contar con especialistas en neuroanatomía forense, estaba claro que no disponían de la tecnología (ni de los laboratorios) necesarios como para estudiar el cerebro por ellos mismos.

Un alemán en Moscú. Al Politburó no le pareció mal y, como en aquel momento a Berlín le interesaba llevarse bien con Moscú, el gobierno alemán se mostró receptivo. Ese fue el motivo por el que Oskar Vogt (director del antecedente directo del Instituto Max Planck de Investigaciones Cerebrales) llegó a Rusia: extraerlo durante la autopsia, meterlo en formol y llevarlo a Alemania.

Sin embargo, rápidamente cundió el temor entre la cúpula soviética de que fuera un error estratégico. Finalmente, Vogt participó en el proceso, pero el análisis del cerebro se realizaría en Rusia. Para ello, el órgano se rebanó en más de 30.953 partes y se estudiaron minuciosamente. Una de ellas, se le dio a Vogt no sé si como recuerdo.

La idea nos puede parecer algo bizarra, PERO. Al fin y al cabo, ¿qué baza estratégica podía residir en el hecho de tener el cerebro de Lenin? Lo curioso es que la historia terminó dándoles la razón: durante los años 30 y 40, tanto la Alemania Nazi como el Estados Unidos se encargaron de difundir la idea de que Lenin tenía serios problemas mentales, explicaba en el mismo reportaje José Ramón Alonso, profesor de Neurobiología de la Universidad de Salamanca.

Las conclusiones de Vogt. Tras analizar el cerebro, el científico alemán llegó a la conclusión de que… bueno… es decir… vamos… que era un genio. Aunque el consenso entre los historiadores es que Vogt les dijo a los rusos lo que querían oír. Sabiendo lo que sabemos ahora, está claro que tenía una tarea imposible de cumplir: querer encontrar en su cerebro señales anatómicas de su genialidad era algo virtualmente imposible.

Sea como fuera, tras aquello, el cerebro siguió siendo estudiado, tintado y analizado hasta un punto insospechado. Y durante décadas el asunto del cerebro de Lenin (que recordemos murió tras el cuarto accidente cerebrovascular que le daba en poco tiempo) se convirtió en un elemento central de la propaganda soviética.

Y no es de extrañar. En primer lugar, porque en aquella época la ciencia era el principal discurso “legitimador”. Durante décadas, soviéticos y estadounidenses usaron la ciencia y la tecnología para justificar sus respectivos proyectos y modelos de sociedad.

Se olvida a menudo que la posmodernidad surge en Europa como una reacción a la excesiva “politización” de la ciencia, como una manera de “huir” de los bloques: entre el diamat soviético y los enfoques pragmatistas-funcionalistas norteamericanos, muchos intelectuales buscar su propio “movimiento de países no alineados”.  España, por su lado, pero en esta línea, buscó una “ciencia católica” durante las primeras décadas del regimen franquista.

En segundo lugar, no es extraño que el cerebro se convirtiera en un terreno de disputa porque como el historiador Edgar Straehle explica a menudo que “nuestra relación con el pasado depende muchas veces más de la memoria que de la propia historia. Justamente porque la primera sucedió después nos llega antes y condiciona nuestra manera de aproximarnos a lo pretérito”. Los relatos sobre Lenin se convertían así en la principal herramienta para modular su legado.

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Imagen | Daniil Onischenko


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Javier Jiménez

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