La loca historia del rascacielos “más pequeño del mundo”: cómo se gestó el edificio más contradictorio posible
A comienzos del siglo XX J.D. McMahon, un avispado hombre de negocios de Filadelfia con más ingenio que escrúpulos, entendió que incluso en plena fiebre del petróleo texano había un negocio más lucrativo que los pozos de “oro negro”: la pillería. Quizás con los yacimientos de carburante recién descubiertos en Wichita se ganase dinero a espuertas, cierto, igual que con la especulación inmobiliaria y el ladrillo, pero McMahon comprendió que si metía todo eso en una coctelera y lo aderezaba con un poco de picardía obtenía un resultado mucho más rentable.
Y ya si a la mezcla le sumamos las peculiaridades del sistema anglosajón de unidades, lo que nos sale es el “rascacielos” más pequeño del mundo.
Nos explicamos.
Empacho de oro negro. En la década de 1910 el condado de Wichita, al norte de Texas, disfrutaba de su peculiar borrachera de “oro negro”. El descubrimiento de petróleo al oeste de Burkburnett, en 1912, había convertido lo que hasta entonces era una remota, tranquila y escasamente poblada región en una marabunta de aspirantes a magnates y trabajadores deseosos de ganarse unos dólares.
Si en 1880 la localidad sumaba poco más de 132 habitantes, una tienda y una oficina de correos, a finales de la década de 1910 se calculaba que las explotaciones habían atraído ya a miles de personas y dejaban un flujo frenético de barriles.
De cero a cien en un par de años. La Texas State Historical Association (TSHA) calcula que para 1918 residían en la región 20.000 personas y era tal la actividad de sus yacimientos que cada día producía 7.500 barriles y movilizaba unos 20 trenes entre Burkburnett y la vecina Wichita Falls, cabecera del condado.
La pequeña capital no tardó en contagiarse de aquel frenesí oleoso, hasta el punto de que empezó a quedarse corta de oficinas. Se cuenta que era tan pronunciada la escasez que a más de un texano no le que quedó otra que firmar los contratados por derechos mineros en plena calle, en tiendas de campaña improvisadas.
Un gran ciudad merece… Un gran rascacielos, claro. O así lo pensó J.D. McMahon, uno de los empresarios que asistía en primera fila a aquel ir y venir de contratos, dólares y barriles de petróleo. McMahon tenía su oficina en un discreto edificio de la ciudad conocido como Newby —una construcción de una sola planta levantada en 1906 por Augustus Newby— y pensó que la parcela que tenía justo al lado era un lugar ideal para levantar una vistosa torre de despachos.
No le costó vender su idea. Al fin y al cabo Wichita Falls estaba subida en el dólar y no era descabellado que sus orgullosos empresarios quisieran grandes rascacielos parecidos a los que ya despuntaban en el skyline de Nueva York o Atlanta.
Actúa rápido, que los negocios vuelan. Aprovechando el hype del momento, McMahon actuó rápido: en 1919 trazó unos planos apresurados, se armó de toda su retórica de hombre de negocios y llamó a la puerta de algunos empresarios con el propósito de recaudar fondos. No le fue mal. Logró 200.000 dólares, una suma que según cálculos de Medium equivale a unos 3,1 millones actuales.
Con esa más que generosa cantidad en el bolsillo, movilizó a sus trabajadores para levantar el que sería el nuevo rascacielos de EEUU. O eso creían sus socios.
“¿Un rascacielos de hormigas?” McMahon cumplió. Cumplió de forma exquisita, rigurosa y sin eternizarse con las obras. El problema fue que la torre que presentó a los inversores se parecía más bien poco a lo que ellos tenían en mente. Tan poco se parecía, de hecho, que a duras penas podría despuntar en el skyline de Wichita Fall o cualquier otra ciudad de Texas. El supuesto rascacielos de McMahon parecía una greguería arquitectónica, un sinsentido de ladrillos rojizos: estrecho, desproporcionado y sobre todo bajo, ridículamente bajo. Para ser precisos medía 12 metros de alto, por unos seis m de profundidad y apenas tres de ancho.
En Medium deslizan que en su día llegaron a compararlo con sorna con un “rascacielos para hormigas”. Fuera o no así, lo que sabemos es que los empresarios que habían aportado fondos para el proyecto no se dieron cuenta de aquella talla ridícula hasta que ya era demasiado tarde y que se cogieron tal soberano cabreo que llevaron a McMahon a juicio. Al fin y al cabo les había estafado… ¿No?
Cuestión de números (y letra pequeña). No. El juez que tuvo que dirimir la disputa no encontró estafa alguna, ni tampoco engaño. Y si los socios de McMahon recuperaron algún dinero fue solo el que se había reservado para los ascensores después de que la compañía que debía instalarlos se negase a cumplir con el encargo vistas las ridículas dimensiones del supuesto rascacielos.
Que McMahon se fuera re rositas tiene más que ver sin embargo con las matemáticas y la pereza que con su habilidad para embaucar o la pericia del abogado que lo defendió. Si el juez dictaminó que no hubo engaño fue porque, efectivamente, engaño no hubo. No al menos si nos atenemos a los hechos.
De pies, pulgadas y omisiones. El plano que McMahon había presentado en su día a los inversores mostraba una altura de 480. Una cifra que aquellos supusieron automáticamente que se correspondía con pies, pero que en realidad representaba otra unidad de medida considerablemente menor: pulgadas. Trasladado a nuestro sistema métrico equivaldría a que un empresario creyese estar participando en una torre de casi 150 metros cuando en realidad va a medir poco más de 12 m.
¿Estafador yo? La confusión fue posible gracias a la falta de atención de los inversores y la astuta imprecisión en la que se manejaba J.D. McMahon, pero a favor de los primeros hay que precisar que es más fácil confundir sus medidas que las nuestras. Quizás las abreviaturas m (metro) y cm (centímetro) no se parezcan mucho, pero en el sistema anglosajón los pies se marcan con un apóstrofe (’) y las pulgadas con dos (’’). Si en los planos se usan tipos pequeños y a eso se añade las prisas de los inversores por sumarse a un negocio que se promete jugoso…
… el resultado es un grupo de ufanos empresarios creyendo estar firmando el acuerdo de sus vidas cuando en realidad están aportando una pequeña fortuna para levantar un extravagante bloque de 480’’ de alto, 260’’ de profundidad y 120’’ de ancho. El edificio final no pudo acoger siquiera ascensores y Texas Coop Power explica que las escaleras que comunicaban los pisos superiores acabaron ocupando aproximadamente el 25% de sus plantas. Se dice incluso que durante un tiempo quienes querían subir a los pisos más “altos” necesitaban una escalera exterior.
Pequeño edificio, gran ridículo, enorme atracción. De grande el Newby-McMahon, que es como se conoce hoy el edificio, solo tuvo una cosa: el bochorno que pasaron sus inversores, a los que no les quedó más remedio que resignarse y usar aquella peculiar torre como buenamente pudieron, lejos del despliegue con el que habían soñado en 1919. Desde entonces el edificio ha vivido una crónica casi igual de movida que sus inicios: a lo largo del último siglo ha estado tapiado y al borde del derribo, ha pasado por las manos de la Sociedad del Patrimonio, se ha sometido a una ambiciosa rehabilitación y ha acogido varios negocios.
Con el tiempo se ha convertido sin embargo en algo más que el recuerdo de una antigua engañifa. El Newby-McMahon es hoy uno de los reclamos turísticos más peculiares y populares de Wichita Falls y protagoniza un buen número de artículos y reseñas, incluida la que le dedicó el año pasado el arquitecto y divulgador español Pedro Torrijos. Su éxito se lo debe en gran medida a que en los años 20 “Ripley´s Belive It or Not!” lo bautizó “el rascacielos más pequeño del mundo”.
El título aún lo conserva para ¿orgullo? de J.D. McMahon y recuerdo de que siempre es aconsejable leer la letra pequeña antes de firmar un contrato.
Imágenes: Wikipedia (Michael Barera) y Travis K. Witt (Wikipedia)
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La noticia
La loca historia del rascacielos “más pequeño del mundo”: cómo se gestó el edificio más contradictorio posible
fue publicada originalmente en
Xataka
por
Carlos Prego
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