Las redes sociales nos dejaron trabajar gratis para ellas. Ahora nos quieren cobrar por hacerlo
Internet es maravillosa, pero lo es cada vez menos. La caótica y anárquica red de redes que revolucionó nuestro mundo y cambió nuestra forma de entenderlo (y disfrutarlo) se ha convertido en una gigantesca gallina de los huevos de oro. Una que ha acabado siendo controlada por unos pocos gigantes.
Y entre todos ellos, hay un selecto grupo de plataformas que dominan cada vez más nuestra relación no ya con internet, sino con aquellos con los que nos relacionamos y a las que admiramos. Las redes sociales, que nos maravillaron y conquistaron a (¿casi?) todos, se han convertido en un terrible virus. Uno que está provocando que internet sea cada vez menos maravillosa.
Esta es una historia en muchos actos, pero hemos querido resumirla (un poco) en un prólogo y tres de ellos. Vamos allá.
Prólogo
En 1908 Theodore Vail, por entonces presidente de AT&T, se dio cuenta de algo que a priori, la verdad, no parecía demasiado sorprendente: cuantos más clientes tenían, más le costaba a sus rivales competir con ellos.
Aquel año reflejó aquel pensamiento en su informe anual a los inversores, y en las páginas 21 y 22 de aquel documento llegó a una conclusión clara: “Un teléfono —sin conexión al otro lado de la línea— no es siquiera un juguete o un instrumento científico. Es una de las cosas más inútiles del mundo. Su valor depende de la conexión con otro teléfono. Y se incrementa con el número de conexiones […]. Nadie necesita dos conexiones telefónicas si puede comunicarse con todas las personas que desee a través de una sola”.
Para él el valor de AT&T no estaba en la tecnología, sino en la red que esa tecnología había permitido crear. Daba igual que alguien creara un teléfono mejor, porque nadie lo querría si no podían usarlo para llamar a su familia y amigos.
Aunque no lo llamó así, Theodore Vail fue el primero en hablar del efecto red.
Avancemos. Robert Metcalfe, coinventor de la tecnología Ethernet, validó el concepto en 1980 con la ley que lleva su nombre. Según dicha ley, el valor de una red de telecomunicaciones es proporcional al cuadrado del número de usuarios conectados al sistema (n²). Años más tarde, en 2001, un ingeniero llamado David Reed fue incluso más lejos y descubrió que Metcalfe había subestimado el valor de una red: dentro de una gran red se formaban pequeñas redes que multiplicaban ese valor. De repente el valor era exponencial (n²), y de ahí surgió la Ley de Reed.
El efecto de red aparecía frecuentemente en sistemas de retroalimentación positiva: los usuarios obtenían más y más valor de un producto a medida que más usuarios se unían a esa red. Aunque parezca una obviedad, la observación no se había formalizado hasta entonces. La teoría siguió desarrollándose sin que mucha gente prestara demasiada atención, pero un siglo después de que Vail plasmara aquella reflexión, la idea explotó.
Acto I. Facebook
El 4 de febrero de 2004 un desconocido joven llamado Mark Zuckerberg lanzaba junto a Eduardo Saverin —el cofundador olvidado— su proyecto web, una red social a la que llamaron “The Facebook”. Inicialmente aquella plataforma apenas dejaba hacer nada: uno tenía que visitar el perfil de otra persona para ver lo que publicaba, y por defecto los perfiles eran privados. Aquello tenía su gracia, pero el verdadero bombazo llegaría algo después.
Lo hizo el 5 de septiembre de 2006, cuando Facebook (ya sin el “The”) anunció su nueva característica, a la que llamó “News Feed” (“Hilo de noticias”). Aquella característica difundía las actividades más importantes de los usuarios a todos los miembros de sus redes. Casi todo lo que hacías era automáticamente notificado y difundido para que los demás usuarios lo vieran. La opción, que ahora vemos lógica —imaginad teniendo que visitar usuario por usuario a ver qué ha publicado— causó una absoluta debacle aquel mismo día, y los usuarios la calificaron de espeluznante.
Como indicaron entonces en Wired, lo fácil para Zuckerberg habría sido echar marcha atrás, pero se negó a ello. Aquel News Feed era la clave de su grafo social. A los tres días publicó una carta abierta a sus usuarios: si queréis, dijo, podéis desactivar la opción. La controversia desapareció tan rápido como había aparecido, y ¿sabéis qué? Prácticamente nadie desactivó el News Feed, y el crecimiento de usuarios siguió aumentando.
Cuando TheFacebook se lanzó, solo los miembros de la Universidad de Harvard en la que estudiaban podían acceder, pero poco a poco el acceso se amplió. Primero, a otras universidades y más tarde, el 8 de marzo de 2008, se abría la caja de Pandora: Facebook se abría a todo el mundo. Al menos, a todo el que tuviera una dirección de correo electrónico.
Para entonces Facebook ya era un absoluto fenómeno de masas —y un ejemplo de libro del efecto de red—. A finales de 2007 El País calificaba a esta red social como “el fenómeno ‘internetero’ de 2007”. Por entonces había superado los 50 millones de usuarios, pero un año después ya tenía 100 millones y aquella apertura no hizo más que disparar el crecimiento. ¿Qué hacían todos esos usuarios allí?
Trabajar para Facebook.
No lo parecía y ellos (nosotros) no lo sabían, claro. Para ellos esta red social era una maravillosa plataforma en la que mantener contacto con sus conocidos, recuperarlo con familiares o antiguos amigos y, poco a poco, compartir más sobre sus vidas e intereses. Facebook, mientras tanto, iba haciéndose más y más fuerte. Más y más grande, tanto en usuarios, como en contenido. Contenido que todos esos usuarios habían generado para ellos, pero también para ella.
Acto II. Twitter
Era 2004. Evan Williams acababa de venderle Blogger a Google y buscaba un nuevo proyecto. Lo encontró en Odeo, una plataforma de podcasting que cofundó con un ingeniero llamado Noah Glass. Aquello parecía tomar forma, y la herramienta se lanzó en julio de 2005 con la ayuda de un becario cuyo nombre quizás os suene: Kevin Systrom, que años más tarde sería cofundador de Instagram.
Pero Odeo no acababa de cuajar, y la culpa la tuvo iTunes, que poco después integraría su propia plataforma de podcasting. Para entonces Williams y sus compañeros se dieron cuenta de que aunque habían creado Odeo, apenas la usaban. Eso era mal síntoma.
¿Qué hicieron? Como contaban en un reportaje de 2011 en Business Insider, se pusieron a pensar en nuevas ideas de negocio. Crearon pequeños grupos para hacer brainstorming, y de uno de ellos salió una propuesta prometedora. Jack Dorsey quería crear un servicio en el que la gente pudiera publicar su “estado” y lo que estaban haciendo en ese momento. Noah Glass bautizó —dicen— aquella idea con un nombre sin vocales.
Twttr.
Al principio Evan Williams no parecía muy convencido con la idea, pero dejó que Glass trabajara en ella junto a otro ingeniero —exempleado de Google— llamado Biz Stone.
Quienes hablan de aquellos orígenes afirman que ninguno de aquellos que trabajaban en Twttr estaba tan entusiasmado con la idea como Glass. Otros como Florian Weber contribuyeron también a su creación, pero lo cierto es que los cofundadores a los que realmente siempre se menciona es a Dorsey, Stone y Williams. Un 21 de marzo de 2006 Dorsey publicaría el primer mensaje en Twitter, y a partir de ahí todo iría muy rápido.
Williams acabaría recomprando Odeo a sus inversores y cambiando el nombre de la empresa a Obvious Corp. Y de paso, despidió a Glass, que básicamente desapareció del mapa. Otro cofundador relegado al olvido, qué casualidad.
Twitter comenzó a crecer de forma imparable, sobre todo tras aquella aparición fulgurante en la conferencia South by Southwest Interactive (SXSWi) de 2007 en la que en cada charla los usuarios podían ver sus mensajes de Twitter publicados en dos pantallas de plasma de 60 pulgadas. Al final la gente acabó más atenta a eso que a las propias charlas, y el fenómeno Twitter se comenzó a disparar progresivamente.
Al principio, de forma más recatada. Luego, poco a poco, a lo loco. Llegaban los hashtags y, sobre todo, la introducción de Twitter como medio de comunicación con identidad propia. La era del periodismo ciudadano —con aquella foto de del vuelo que amerizó en el río Hudson y acabó convirtiéndose en película— y de Twitter como altavoz social —lo demostró por ejemplo en las polémicas elecciones iranís de 2009— parecía haber llegado especialmente con los eventos de la Primavera Árabe de 2011 o con fenómenos como el del #MeToo. Todo eso cambiaría tras la sísmica aparición de Musk en escena: para él —y cierta élite en Silicon Valley— el periodismo es, sencillamente, peligroso.
Lo fuera o no, daba igual. Como había sucedido con Facebook, durante todos esos años, con sus luces y sus sombras, Twitter se había convertido en otra plataforma en la que los usuarios no habían parado de compartir todo tipo de cosas. Primero, en tan solo 140 caracteres. Luego, con los 280 como límite. Por último (si pagabas) con 4.000. Todas esas reflexiones y todos esos contenidos nos habían, en mayor o menor medida, informado y entretenido, y todos formaban parte de la misma realidad de la que nos daríamos cuenta más tarde.
También habíamos estado trabajando para Twitter sin saberlo.
Acto III. Bienvenidos al feudalismo digital
Lo que Facebook y Twitter normalizaron venía en realidad de antes. Los más maduritos del lugar probablemente recordéis —y sigáis accediendo a— aquellas protoredes sociales llamadas Slashdot —lanzada en 1997 y excelsa superviviente, ahí es nada— y Digg —que nació en 2004—. Aunque la cosa no era tan clara en Slashdot, Digg nos maravilló con la maximización digital del concepto de compartir es vivir. Uno veía algo interesante en internet, lo compartía y otros usuarios votaban si también les gustaba.
Aquello era adictivo y viral, y el efecto red de Vail y sus sucesores pronto hizo de las suyas. Los internautas se contagiaron de aquel fenómeno y Digg creció como la espuma: si un medio lograba portada en Digg, su tráfico se disparaba. La plataforma tuvo el acierto de entender que si alguien lograba actuar como intermediario molón, los usuarios acudirían para trabajar gratis.
Porque eso es lo que hacían los usuarios. Sí, se beneficiaban de esa plataforma de descubrimiento, sin duda, pero votar, comentar o enviar nuevos contenidos que pensaban que eran interesantes se convirtió en algo que a esos usuarios no les dio ni un duro, pero que hizo que los creadores de Digg se hicieran ricos. En su día la empresa estuvo valorada en 164 millones de dólares, pero quienes la fundaron la destrozaron y en 2012 acabó vendiéndose a Betaworks por 500.000 dólares para luego.
¿Sabéis qué plataforma se inspiró en Digg? No solo la española Menéame —que ha mentenido su esencia original a pesar de sufrir sus propias crisis—, sino, cómo no, Reddit, que adoptaría una filosofía similar —votos, ranking algorítmico de contenido, comunidad— pero con diferencias importantes en cuanto al control que se ejercía sobre el contenido: Reddit fue desde sus inicios mucho más anárquico, y aunque eso también generó diversas polémicas, el principio fue el mismo que en Digg: compartir y descubrir era maravilloso, pero Reddit ponía la plataforma —que ciertamente costaba dinero y recursos— y los usuarios, el trabajo.
Los ejemplos a partir de ahí se multiplican, pero de repente surgieron otras redes y sobre todo un fenómeno que ni Facebook ni Twitter llegaron a explotar .
El de los influencers.
Primero fue YouTube, claro. La plataforma de vídeo se convirtió en la semilla de la primera gran generación de creadores. Como contaban en Business Insider, “lo que empezó como un refugio un puñado de frikis incromprendidos, se ha convertido en una ola de dinero y fama”. En diciembre de 2007 se lanzaba el YouTube Partner Program, una iniciativa absolutamente revolucionaria que por primera vez permitía a los creadores monetizar su contenido y lograr que aquello que los usuarios hacían por afición se convirtiese en su profesión. No mucha gente puede vivir exclusivamente de YouTube: los expertos hablan de que uno comienza a poder hacerlo cuando pasa del millón de suscriptores, y se estima que hay unos 30.000 canales que igualan o superan esa cifra. ¿Qué hacen el resto de los usuarios entonces?
Exacto. Trabajar para YouTube.
Es cierto que algunos logran ciertos ingresos, pero como en otras muchas redes sociales —e industrias—, hay un pequeñísimo porcentaje de verdaderas celebridades, tras las cuales hay millones de aspirantes a esa cima. Llegar siquiera a ganarse la vida con YouTube es (muy) complicado, pero llegar a las cotas de los MrBeast (207 millones de suscriptores) o nuestro elRubiusOMG (40,3 millones) es prácticamente imposible.
Para la audiencia de YouTube —como en el resto de los casos— probablemente el reparto es justo: ellos obtienen entretenimiento, y la empresa gana dinero con la publicidad. De nuevo tenemos a un intermediario que “solo” —no es poco, insistimos— está ahí para que la plataforma funcione, porque el contenido y la interacción que lo alimenta todo —vídeos, comentarios, votos— la ponen los usuarios. Usuarios aparentemente felices con el hecho de que ese contenido esté salpicado con (cada vez más y más restrictivos) anuncios que a ellos quizás también deberían beneficiarles.
Pero no lo hacen. YouTube no te paga por subir vídeos a no ser que formes parte de su Partner Program, que en 2021 contaba con dos millones de miembros o lo que es lo mismo, dos millones de creadores que ganan algo de dinero con sus contenidos. En 2021 los responsables del servicio afirmaron haber pagado más de 30.000 millones de dólares entre 2018 y 2021 a sus 2 millones de creadores gracias a la publicidad, así que en esos tres años un creador habría ganado de media 15.000 dólares gracias a YouTube. El problema es que esa media es muy engañosa, porque como decimos solo unos 30.000 pasan del millón de suscriptores y pueden presumir de ganarse la vida (algunos muy bien) con esta plataforma.
Para la inmensa mayoría es probable que esos ingresos sean residuales, algo sorprendente teniendo en cuenta dos datos recientes. Uno, que YouTube tiene 2.700 millones de usuarios activos (los que al menos accedieron al servicio una vez al mes) en 2023. Y dos, que solo en 2022 el servicio generó 29.200 millones de dólares de ingresos. Hay que reconocer que la infraestructura de YouTube es gigantesca —más incluso que el de otras plataformas, el vídeo es muy exigente—, pero también otra obvia: el negocio marcha.
Sea como fuere, esas mismas mecánicas de YouTube acabaron conquistando a la nueva hornada de redes sociales, que nacieron con ese mismo enfoque desde su comienzo. Así hemos visto cómo Instagram conquistó el mundo de la fotografía, Twitch el de las emisiones de vídeo en directo o TikTok el de los vídeos cortos. Y en todas ellas, el fenómeno influencer se ha apoderado de estas plataformas, creando pequeñas élites que sirven de referente no solo a los usuarios que se limitan a consumir, sino a aquellos creadores que tratan de seguir esos pasos.
Luego llegarían otras como Substack para el mundo de las newsletters y OnlyFans para el contenido para adultos, y en todas ellas el esquema era el mismo: contenidos a raudales para unas plataformas que nos ponían a todos a trabajar. Bien para crear contenido —y en algunos casos (con suerte), monetizarlo—, bien para consumirlo y retroalimentar sus algoritmos.
Y mejor no hablamos de algoritmos, porque todas las plataformas —Twitter, la última— han acabado haciendo lo mismo: no solo no nos dejan seguir a quien queremos seguir con todo lo que publican, sino que por medio nos meten (recomiendan) un montón de contenido que no habíamos pedido. Que puede que en algunos casos ese contenido pueda ser útil, pero si lo muestran es 1) ganan más dinero con ello y 2) porque las redes controlan lo que vemos. Y si no lo hacen, se despide a un ingeniero y listo.
Con sus luces y sus sombras, todas esas plataformas —con Facebook y Twitter a la cabeza— se han convertido en dueñas y señoras de una internet en la que se ha impuesto el feudalismo digital. El concepto viene de lejos, pero un ilustre de esta casa, Antonio Ortiz, escribía hace unos meses una columna en Retina titulada ‘Feudalismo digital. La cruzada de los creadores contra la tiranía de las plataformas‘. En ella reflexionaba sobre esa realidad en la que había un fuerte contraste entre dos realidades.
La primera, la de que hay un “fascinante universo de creadores y negocios” alrededor de todas estas plataformas. Él citaba específicamente a TikTok, porque allí los creadores hacen algo asombroso: reutilizar el contenido para adaptarlo y aprovecharlo en otros escenarios: hay aplicaciones de doblaje o creadores chinos que resumen las películas a estadounidenses para que no tengan que pasarse dos horas y media en una butaca. Es un fenómeno sorprendente y que ciertamente deja claro que todas esas plataformas son enormes generadoras de trabajo no ya directo para las plataformas, sino indirecto, como reflejan esos ejemplos. Que luego esos creadores rentabilicen o no ese trabajo es harina de otro costal.
La segunda, más preocupante, es la de que, como decía Antonio Ortiz, los usuarios que ven tus tiktoks no son tuyos, porque es TikTok la que decide en cualquier momento cómo funciona su plataforma. Un creador se puede encontrar con una pesadilla si la plataforma cambia el algoritmo y sus ingresos se hunden —pasa—, pero la cosa puede ser peor: pueden borrar vídeos o cerrarte el canal de la noche a la mañana sin que puedas hacer nada por evitarlo.
Si por lo que sea se decide que tu contenido ya no es bueno, o válido, o menos interesante para quienes mandan —los caminos de [ponga aquí la red social que desee] son inescrutables—, te convertirás en un paria sin poder hacer prácticamente nada y todo tu esfuerzo podría quedarse invalidado.
Para muchos artistas y fotógrafos eso ocurrió por ejemplo con Instagram. Como señalaron en The New York Times, la red que había sido hogar y refugio de imágenes de todo tipo comenzó a dejarlas atrás para convertirse en una copia de TikTok: los vídeos se convirtieron en protagonistas y los Reels debutaron precisamente para intentar que Instagram mantuviera su relevancia. Adam Mosseri, máximo responsable de la plataforma, lo dejó claro: “ya no somos tan solo una aplicación de compartición de fotos cuadradas”. Querían ser TikTok, y aunque quisieron dar marcha atrás, por el camino dejaron parcialmente huérfana a esa comunidad cuyo efecto red se había cimentado precisamente en la magia de las imágenes estáticas.
Epílogo. Trabajas para ellos y encima tienes que pagar
Esos nuevos señores feudales primero nos pusieron a todos a trabajar sin que nos diéramos cuenta. Luego, como los ingresos publicitarios comenzaron a ser importantes, comenzaron a compartir con los creadores parte de los ingresos para animarles a crear sin parar. Incluso el nuevo X de Musk ha comenzado hacerlo, pero de forma poco transparente —recuerda, comparten ingresos publicitarios, pero solo de quienes te ven y están suscritos a X— y, al parecer, favoreciendo una vez más a los creadores que más importan.
Pero ahí no acababa todo. Hay una nueva e inquietante etapa.
Esa etapa no es otra que la de las redes sociales que han comenzado a cobrarnos por poder usarlas como lo habíamos hecho toda la vida. La única diferencia destacable, la de poder usarlas sin publicidad (o con una fracción de la que aparecía antes).
Facebook acaba de anunciar su plan de suscripción en Europa, donde la regulación les ha obligado a activar esa modalidad. Twitter X ha decidido contar no con uno, sino con tres planes distintos para suscriptores —el básico, con toda la publicidad de antes, también es de pago— y no está claro que no vaya a cobrarnos a todos los usuarios.
Las suscripciones no son la única medida para generar ingresos adicionales. Tanto X como Reddit decidieron en los últimos meses capar el acceso a sus APIs, que hasta entonces había sido gratuito, y comenzar a cobrar cantidades importantes de dinero por esa opción. La medida ha sido un enorme jarro de agua fría para los desarrolladores y otros analistas y expertos —e incluso para gigantes como Google—, y se escuda en un argumento: están usando sus datos para entrenar modelos de inteligencia artificial.
Aquí hay una tremenda y enorme ironía —o injusticia, según se mire—, y es la de que todos esos datos a los que ahora Facebook, Twitter o Reddit no dan acceso si no pagan no los crearon ellos.
Los crearon los usuarios.
Es asombroso, porque quienes han acabado dando todo el valor a esas redes sociales son esos usuarios, que durante años las han llenado de contenidos y han alimentado sus algoritmos para pulir su funcionamiento. Y ahora no solo no comparten sus gigantescos ingresos con casi nadie, sino que además quieren que los usuarios paguen por poder disfrutar lo que antes era gratis.
Mensaje para Elon Musk, de X, y Steve Huffman, de Reddit: ¿queréis cobrar a los OpenAI y Google de turno por entrenar sus IA… con el contenido que nosotros hemos generado durante años? Maravilloso.
Por no hablar de todos los programadores y artistas que compartieron su trabajo con el mundo sin pedir nada a cambio, y que ahora (lógicamente) protestan —o demandan— porque Microsoft (con GitHub Copilot) y OpenAI (con DALL-E) entre otros usan todo ese trabajo para sus herramientas de pago. Unas herramientas por las que cobran y de las que se benefician ellos, no los creadores (¡que además tienen que pagar para usarlas con todas sus prestaciones!).
Primero creaste el contenido para ellos, y ahora ellos te cobran por poder acceder a ese mismo contenido.
Es algo terrible, y hay quien ya le ha dado nombre a esa transformación que estamos viendo en las grandes redes sociales. Cory Doctorow, un conocido escritor y bloguero, lo llamó ‘Enshittification‘ (‘Mierdificación’), y lo definió así:
“Así es como mueren las plataformas: primero, son buenas para sus usuarios; luego, abusan de sus usuarios para mejorar las cosas para sus clientes empresariales; finalmente, abusan de esos clientes empresariales para recuperar todo el valor para sí mismas. Entonces, mueren.
Yo llamo a esto enshittificación, y es una consecuencia aparentemente inevitable que surge de la combinación de la facilidad de cambiar la forma en que una plataforma asigna valor, combinada con la naturaleza de un “mercado de dos lados”, donde una plataforma se sitúa entre compradores y vendedores, manteniendo a cada uno como rehén del otro, rastrillando una parte cada vez mayor del valor que pasa entre ellos”.”.
De momento las plataformas de las que hemos hablado no han muerto y ciertamente parece difícil que lo hagan a corto plazo. A pesar de ello, parecen haber completado dos de las fases de las que habla Doctorow, y ese difícil equilibrio sigue provocando movimientos que vienen y van, como el de #deletefacebook.
Y aún así, lo que estamos viviendo es asombroso y terrible. La pregunta es si el futuro de internet pasa por aceptar esta nueva realidad (tú creas, tú consumes, pero además tú pagas) o el paradigma cambia y los usuarios acabamos “rebelándonos”, quizás abrazando alternativas descentralizadas con las que recuperamos el control como plantea con Mastodon. Eso parece difícil, y mientras no lo haga, probablemente sigamos atrapados (y despreocupados a pesar de las constantes alarmas) y prisioneros de ese efecto red que Theodore Vail perfiló hace más de un siglo.
Imagen | Xataka con Runway
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La noticia
Las redes sociales nos dejaron trabajar gratis para ellas. Ahora nos quieren cobrar por hacerlo
fue publicada originalmente en
Xataka
por
Javier Pastor
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