La URSS poseía un mineral crucial para fabricar el futurista avión espía de EEUU. Y EEUU la engañó para conseguirlo
Quizás no lo parezca por su aspecto, tan futurista que no desentonaría entre el atrezo de una peli del universo Marvel, pero el avión espía SR-71 “Blackbird” es una reliquia de la Guerra Fría. Cuando voló por primera vez, en 1964, el Despacho Oval lo ocupaba Lyndon B. Johnson, hacía solo unos años de la invasión de Bahía de Cochinos y las relaciones entre Washington y el Kremlin estaban más tirantes que la piel de los tambores que, de tanto en tanto, sonaban a guerra inminente.
Si hay una peculiaridad por la que destaque el SR-71, más allá de su aspecto, su alarde de tecnología e incluso su velocidad endiablada, que le permitía superar los 3.500 kilómetros por hora (km/h), es el éxito que representó para EEUU. Y no solo en el ámbito armamentístico o el de la ingeniería aeronáutica, que también. Antes incluso de salir de los hangares de Skunk Works y zumbar por los cielos, la aeronave era ya un tanto para la inteligencia estadounidense.
El motivo: para construirlo tuvo que marcarle un golazo a la URSS.
Un rotundo, mayúsculo y sonoro gol, tan épico que todavía hoy, seis décadas después, sigue comentándose en las crónicas históricas.
Nos explicamos.
“Se tuvo que inventar todo”
A comienzos de los 60 las autoridades estadounidenses tenían claro que necesitaban una nueva arma que les permitiera mantener el pulso de la Guerra Fría. En mayo de 1960 la USAF había visto con un nudo en el estómago cómo uno de sus U-2 “Dragon Lady”, un modelo estrenado la década anterior, era derribado sobre territorio soviético con una ráfaga de misiles aire-tierra SA-2 y el piloto que lo manejaba, el experimentado Francis Gary Powers, apresado.
La Guerra Fría se calentaba. Y EEUU precisaba de un nuevo avión de vigilancia. Más rápido, capaz de volar a mayor altitud y que pusiera contra las cuerdas los sofisticados radares soviéticos. Washington necesitaba, en definitiva, reinventar el concepto de aeronave de espionaje. Y como otras veces echó mano de Lockheed, fabricante del U-2, y el programa de desarrollo Skunk Works.
El desafío se las traía. “Se tuvo que inventar todo. Todo”, confesaría años después Kelly Johnson, diseñador y parte del equipo de Skunk Works que asumió la tarea de “construir lo imposible, un avión que no pudiera ser derribado”. Quizás en esa afirmación haya un exceso de épica, pero desde luego la tarea no era sencilla.
La USAF quería una aeronave capaz de exceder las 2.000 mph (3.200 km/h) de forma sostenida y durante vuelos largos, no solo en ráfagas breves, algo que ya le ofrecían otros aviones. El diseño debía ser además “sigiloso”, capaz de burlar unos radares soviéticos en constante evolución y evitar otro incidente como el del U-2 y Francis Gary. “La CIA quería un avión que pudiera volar por encima de los 90.000 pies, a alta velocidad y lo más invisible posible para los radares”, explica a la CNN Peter Merlin, autor de ‘Design and Developmen of the Blackbird’.
Lo último se consiguió con un rediseño del avión para que reflejara las señales. “Los motores se trasladaron a una posición más sutil en medio del ala y se añadió a la pintura un elemento absorbente para los radares”, relata Lockheed.
Con un primer modelo a escala, Skunk Works realizó pruebas en unas instalaciones secretas del desierto de Nevada, a resguardo de la vigilancia de los satélites rusos, que arrojó resultados “impresionantes”. El bautizado Blackbird (mirlo), de alrededor de 30 metros de largo, aparecía en los radares enemigos como una pequeña marca, más grande que un pájaro pero más pequeña que un hombre. “El equipo había logrado reducir la sección transversal del radar en un 90%“, destaca la compañía. Todo un tanto para los intereses de EEUU.
Más complicado resultaba lo de la velocidad.
Volar a más de 3.000 km/h durante períodos prolongados suponía someter el avión a una fricción infernal, con enormes temperaturas que sobrepasaban los 300ºC en los bordes de ataque. Un desafío técnico de calibre que requería a su vez cuidar tanto el diseño como los materiales y que llevó a Ben Rich, de Skunk Works, a optar entre otras soluciones por una pintura negra capaz de absorber calor. Su decisión acabaría contribuyendo al popular sobrenombre que se ganó la nave.
“El límite de velocidad del avión no tiene nada ver con el avión, irónicamente, sino con los motores. Justo delante había una sonda de temperatura. Cuando rondaba los 427ºC, eso era lo más rápido que podíamos ir”, explicaría tiempo después a la BBC el coronel Rich Graham, ex piloto del SR-71. Una vez excedidos los 427ºC los fabricantes del motor sencillamente no se hacían responsables de lo que pasara. “Podía romperse o se podían desprender los álabes de la turbina”.
No era el único reto.
Pedir ayuda… sin que se note
Con temperaturas de 300ºC en los bordes de ataque y el resto de la aeronave sometida a cerca de 200ºC los expertos calcularon que el combustible que portaba en sus depósitos principales, unas 80.000 libras de gas, se calentarían a enormes temperaturas, aumentando así las posibilidades de una explosión o incendio. Para solucionarlo Johnson tuvo que desarrollar el JP-7, un combustible especial con un punto de inflamación tan elevado que —llegaría a bromear Graham— permitía apagar una cerilla o la colilla de un cigarro en él sin que prendiera.
El rediseño del avión, el uso de pintura negra, la disposición de los motores, el desarrollo de un nuevo combustible… fueron pasos clave para que el Blackbird pudiera levantar el vuelo, pero había aún un reto aún mayor y más importante: ¿Con qué construirlo? ¿Qué material podría aguantar las altas temperaturas de los vuelos? La conclusión de los expertos fue que la mejor candidata para la estructura era la aleación de titanio, resistente, ligera y capaz de soportar el calor.
El problema del titanio, al margen de lo endiabladamente complicado que resultaba trabajar con él o la fragilidad de la aleación si se manipulaba mal, es que conseguirlo resultaba un dolor de muelas. Y no por la disponibilidad. O esa no era estrictamente la razón. El gran desafío es de dónde partía el suministro. Si los técnicos de Skunk Works querían hacerse con el material no les quedaba otra que llamar a la puerta de la URSS… ¡Exacto, la misma potencia con la que mantenía una relación tirante y para cuya vigilancia se estaba construyendo el SR-71!
“El avión tiene un 92% de titanio por dentro y fuera. Cuando estaban construyendo el avión, EEUU no disponía del mineral necesario, llamado rutilo. Se encuentra solo en partes muy contadas del mundo. El principal proveedor era la URSS”, explica Graham. Quizás parezca un hándicap menor comparado con las horas y horas de complejos cálculos que requirió el diseño del SR-71, pero con el telón de fondo de la Guerra Fría aquel problema de suministro era una cuestión espinosa. Al fin y al cabo el Blackbird original realizó su primer vuelo en abril de 1962, apenas unos meses antes de la crisis de los misiles de Cuba.
¿Qué hizo EEUU para salir del paso? Marcarle un gol a la URSS.
Maniobró para hacerse con el material que necesitaba sin que los soviéticos supieran que estaban contribuyendo a la fabricación del SR-71, un avión de última tecnología diseñado para burlar sus radares y misiles y vigiarlos sin riesgo. Cómo lo logró exactamente Washington es algo que forma parte de las densas brumas que aún hoy, décadas después, empañan algunos capítulos oscuros de la Guerra Fría; pero algunos de los protagonistas han ido dejando pequeñas pinceladas.
“Nuestro proveedor, Titanium Metals Corporation, solo disponía de reservas limitadas de la preciada aleación, por lo que la CIA realizó una búsqueda por todo el mundo y, usando a terceros y empresas ficticias, consiguió comprar de forma discreta el metal base a uno de los principales exportadores del mundo: la URSS. Los rusos nunca se imaginaron que estaban contribuyendo a la creación del avión que se estaba construyendo a toda prisa para espiar a su patria”, explica el ingeniero Ben R. Rich, alias ‘father of stealth’, en el libro ‘Skunk Works’.
Como probablemente a la URSS no le habría hecho mucha gracia exportar materiales para que EEUU se dotase de nuevo armamento, la clave —abunda Graham— pasó por un sofisticado encaje de bolillos que le permitiera borrar su rastro. “Trabajando a través de países del Tercer Mundo y con operaciones falsas, pudieron enviar el mineral de rutilo a los EEUU para construir el SR-71”, recalca.
Hay quien, como The Aviation Geek Club, va más allá y asegura que una de las tretas de la inteligencia estadounidense fue hacer creer al Kremlin que todo aquel preciado mineral se estaba destinando a la fabricación de hornos para pizza.
Sea o no real, lo cierto es que la CIA supo apañárselas: los técnicos de Skunk Works se hicieron con el material necesario y en abril de 1962 el primer avión, el A-12, estaba realizando ya su vuelo inicial, escribiendo los primeros versos de lo que más tarde se convertiría en el SR-71, un modelo más grande, con una segunda plaza para un oficial de reconocimiento y mayor capacidad para combustible.
A finales de 1964 la nueva aeronave, la misma que se había tenido por un “imposible”, zumbaba ya por los cielos a velocidades de vértigo.
Todo gracias a la colaboración clave de la URSS.
Clave, que no consciente.
Imágenes: USAF/Judson Brohmer, D. Miller (Flickr) y Skyandsea876 (Flickr)
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La noticia
La URSS poseía un mineral crucial para fabricar el futurista avión espía de EEUU. Y EEUU la engañó para conseguirlo
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Xataka
por
Carlos Prego
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