Internet, déjame olvidar
Yo, ciudadano europeo de vida acomodada, siempre vi a los amish con una superioridad moral aplastante. Pobres ciudadanos ignorantes, que se resisten a las bondades de vivir en nuestra época. Ya son ganas de anclarse en el siglo XVIII, ya son ganas de autolimitarse y perderse diversión y placeres. Hace casi tres años leí en Quartz un titular aún más aplastante que mi superioridad moral: “Los amish comprenden una verdad de las que cambian la vida sobre la tecnología que el resto de nosotros no” (a falta de una mejor traducción, disculpas anticipadas).
En ese artículo contaban que los amish usan al resto de la humanidad como experimento para comprobar a muy largo plazo las implicaciones de cualquier innovación que llegue a nuestras vidas. Y solo si esa innovación resulta inocua para sus principios y valores la terminan asumiendo. Seguí teniendo cero ganas de vivir la vida amish, pero mi superioridad moral quedó como un castillo de naipes tras el impacto de un Boeing.
El séptimo pecado de la memoria
Efectivamente, me puse a pensar cómo nos habíamos entregado por completo a Facebook, Instagram o incluso el smartphone en general de forma servil, sin hacer preguntas, sin cuestionarnos demasiado sobre los efectos que traerían a nuestras vidas y los cambios de hábitos que propiciarían. No siempre deseables. El caso es que a finales de aquel año dejé de usar Instagram, llevo sin hacerlo desde entonces y a veces pienso que mi vida hubiese sido un poco mejor si nunca me hubiese registrado allí.
Cookies, efemérides, recuerdos… Exposición constante a un pasado que no siempre queremos traer de vuelta
Estamos en 2021 y el tren de la tecnología sigue avanzando, sigue cambiándonos la vida poco a poco, sin que nos demos cuenta (es impresionante lo distinto que es todo respecto a 2006, por ejemplo), y sin que en muchos casos hagamos ninguna pausa antes de incorporar cualquier novedad de relumbrón a nuestra vida. Algo así pensé —y me vino a la cabeza la caída del caballo respecto a los amish— cuando leí un artículo de Wired titulado ‘Cancelé mi boda. Internet nunca lo olvidará’.
La autora, Lauren Goode, contaba allí cómo canceló su boda un par de años atrás, y cómo dos años después aquello sigue persiguiéndole en la red: efemérides de aplicaciones de gestión de fotografías que le sugieren echar un vistazo a las fotos que rodean a un suceso doloroso. Correos de la plataforma de preparación nupcial en la que se dio de alta. Anuncios segmentados en Instagram. Contenido propuesto por un algoritmo que no olvida. Facebook, Pinterest, Apple, Google. Da igual quién esté detrás: aunque la intención sea diferente, la consecuencia suele ser la misma. Recuerdos que duelen.
Por supuesto que hay cosas peores en la vida, pero lo de la boda cancelada es la excusa de Lauren para hablar de cómo nuestro cerebro está pensado para ser capaz de olvidar, cómo nuestra mente necesita olvidar. Ahora que “resiliencia” lleva unos años como palabra de moda en torno a círculos de superación personal u otros tipos de timo de la estampita, no estaría mal conminar a las grandes plataformas tecnológicas precisamente a que como ejercicio de resiliencia también nos dejasen olvidar, superar el drama.
La persistencia, el séptimo pecado de la memoria según Schacter, tiene como consecuencia en los casos más extremos el estrés postraumático e incluso el suicidio
Daniel Schacter, psicólogo experto en memoria y autor del libro ‘Los siete pecados de la memoria‘, habló en sus páginas de la persistencia como la incapacidad para superar la carga emocional de un trauma, un fallo de nuestro sistema que nos obliga a recordar periódicamente información perturbadora, memorias no deseadas. En casos leves no implica más que torcer el morro y suspirar un par de veces, pero en casos más extremos puede llevar al estrés postraumático e incluso al suicidio. Hay quien supera una ruptura en seis meses, hay quien lo hace en un año y hay quien nunca vuelve a ser el mismo. Ese era el séptimo pecado. The Leftovers también iba de eso.
El artículo de Lauren Goode sirve para reflexionar sobre lo sumamente fácil que es quedar expuestos prácticamente de por vida a ciertas imágenes, estímulos, recuerdos angustiosos sin posibilidad de anularlo. Los amish se pierden muchas cosas buenas, pero también se libran de la memoria perenne de Internet. El derecho al olvido solo cubre una parte de la historia.
Stephen Hackett, podcaster y escritor sobre tecnología, escribió otro texto a raíz del de Goode bastante devastador. En su caso, los recuerdos que le perseguían eran las fotos de su hijo poco antes de ser diagnosticado de un tumor cerebral, cuando tendía a girar la cabeza en exceso hacia un lado y no supo ver que eso podía ser un síntoma que le terminaría enviando a una resonancia magnética. Eso fue cuando tenía seis meses. Hoy tiene doce años y superó aquello, pero los recuerdos de esa época golpean a Stephen cada vez que los ve por recordarle que no supo captar esas señales de que algo no iba bien en la cabeza de su hijo:
“Cuando la app Fotos crea un recuerdo con una de esas fotos de prediagnóstico, me arrolla como un tren. Siento culpa y vergüenza de que no viéramos las cosas antes”.
Y eso que su hijo sobrevivió. A finales de 2019 tuvo que asistir a terapia para superar esos recuerdos traumáticos. La persistencia de Schacter.
Demasiado deprisa
Nunca he tenido un suceso similar al de Goode o al de Hackett, enfrentándome una y otra vez a un recuerdo tan doloroso, por suerte, pero no puedo asegurar (nadie puede) que no vaya a tenerlo en un futuro. Lo peor que nos pasa en la vida no se prevé, no ocurre en días señalados en el calendario, sino en días cualquiera, cruzando de acera despistados justo antes de darnos cuenta de que ese coche ya no podrá esquivarnos, o contestando una llamada de teléfono mientras cenamos y sintiendo que no estamos preparados para encajar la noticia que están a punto de darnos. Ese instante en que todo se para y nuestra vida no vuelve a ser la misma. Solo falta que ese momento nos persiga eternamente. Y en esas estamos. Expuestos.
El siglo XXI nos ha traído de todo, hasta la vacuna más importante de nuestra vida en tiempo récord, pero también una velocidad de innovación y rotación imposible de gestionar, imposible de procesar, imposible de calcular riesgos a largo plazo. Esta es su nueva red social de moda, empiece a subir vídeos o lárguese al rincón de los marginados. Suba aquí sus contenidos que ya nos encargaremos de recordárselos en unos años para solazar su alma y monetizar su nostalgia.
Efectivamente, Lauren, yo también quiero que Internet nos lo ponga un poco más fácil para olvidar, y no solo para ser olvidados, que tampoco es tan factible. Dirán los más espabilados que no hay mejor forma de superar el drama que enfrentándose a él y saliendo victorioso. En realidad no quieren comprobarlo de primera mano cuando una tragedia les toque de cerca. Es paradójico decir esto en Xataka, pero como dejó escrito el entrañable Brooks Hatlen en ‘Cadena Perpetua‘ justo antes de irse a la horca, “este maldito mundo va demasiado deprisa”.
–
La noticia
Internet, déjame olvidar
fue publicada originalmente en
Xataka
por
Javier Lacort
.