‘El hoyo’: Cómo ha conseguido convertirse en una de las pocas distopías españolas que funcionan
Quizás lo más interesante de asistir a un festival de cine donde literalmente no has oido hablar de las tres cuartas partes del programa es que es terreno abonado para las sorpresas. Películas a las que los prejuicios, el desconocimiento o las prisas te harían esquivar en circunstancias normales, en un festival pueden convertirse en la revelación de la edición. Este año, han coincidido en Sitges unas cuantas producciones españolas que certifican el buen estado del género en nuestro país.
Se trata de la estilizadísima y extravagante ‘Paradise Hills’, de Alice Weddington, que podría también llamarse ‘Hanging Rock Against the Machine’; la estrafalaria y recién llegada a nuestras carteleras ‘Ventajas de viajar en tren’, una auténtica maravilla de orfebrería narrativa demente; la negrísima comedia sin chistes ‘Amigo’, pieza de cámara que retrata lo más miserable del ser humano. Y finalmente, la mejor de todas: ‘El hoyo’, una modesta pero sorprendente, ideológicamente potentísima distopía que de golpe y porrazo hace recuperar la fe en el género en estado puro hecho en España.
Pero… ¿por qué funciona tan bien, siendo un género con tan poca tradición cinematográfica (que no literaria) en España? ¿Por qué parece que ‘El hoyo’ es una depuración de un estilo que diríase que sus responsables llevan desarrollando desde hace años, y no, como es en realidad, un debut? Desgranamos sus elementos para dilucidar por qué funciona tan bien, de dónde coge sus ideas y qué puertas abre dentro de las ficciones distópicas genuinamente españolas.
Una historia abstracta y, a la vez, muy reconocible
‘El hoyo’ cuenta las vivencias de una serie de personas encerradas (voluntariamente, o quizás no) en una torre compuesta por decenas de niveles. Dos personas por nivel y, a diario, una mesa central llena de comida llega desde los niveles superiores. De ella se puede coger lo que se quiera, o lo que hayan dejado los vecinos del piso de arriba. Cada semana, la gente cambia de nivel pero no sabe si irá más arriba o más abajo. Los que sobrevivan reciben el premio que deseen.
Dicho así suena básico, casi propio de un relato breve o de un cortometraje, pero los guionistas David Desola y Pedro Rivero y el director Galder Gaztelu-Urrutia se las ingenian para no solo exprimir el planteamiento original, sino para ir sumando capas y capas de posibilidades que ya estaban presentes desde el esquema original. ¿Qué pasa cuando la comida desaparece en los niveles más bajos? ¿Se puede intentar que todos los niveles compartan sus raciones y colaboren para escapar? ¿Seguro que ignorarse unos a otros es la opción más razonable?
‘El hoyo’ agarra uno de los recursos esenciales de las distopías y las aplica para que en esta historia, mezcla de thriller de gente encerrada, mezcla de sátira del consumismo autodestructivo, los agujeros de guión jueguen en su favor. ¿Por qué nadie se rebela? ¿Cómo han llegado hasta allí? ¿Por qué el protagonista acepta este juego macabro? La respuesta, tan inteligente como obvia: porque sí. Porque así funcionan las distopías: plantean un universo de reglas estrictas (un sistema político fundamentado en el abuso, un modo de vigilancia absoluto, un conjunto de reglas arbitrarias) y hay que acogerse a ello.
‘El hoyo’ se plantea así como una mezcla entre ‘Cube’ y ‘El proceso’: hay una amenaza invisible, abstracta, de la casi ni se puede hablar porque, entre otras cosas, no se puede concebir. Y al mismo tiempo hay un sometimiento mundano y banal a las reglas, unas reglas estrictas y arbitrarias de las que tampoco se puede escapar. En levísimos flashbacks (y que, muy inteligentemente, no ayudan a aclarar nada la situación), el protagonista se somete a un cuestionario para entrar en la torre: la situación resulta ridícula, como lo son siempre los ridículos laberintos insalvables de la burocracia.
Decía Jill Lepore en The New Yorker que “la utopía es el paraíso; la distopía, el paraíso perdido”, y algo de ambas hay en ‘El hoyo’: por un lado, la promesa del cumplimiento de los deseos más salvajes, unas ruedas de relojería que ponen a disposición de los prisioneros, con implacable periodicidad, un festín de víveres. Por otro, unas reglas que no por absurdas e inhumanas dejan de transparentar la obviedad de sus intenciones: forzar la tensión, la colaboración y la traición, obligar a que la gente llegue al límite. Sale mal, claro.
Unos protagonistas que son España en estado puro
El problema de tantas distopías que vemos y seguimos viendo en cine y televisión está en lo lejano de los referentes. La primera temporada de ‘El cuento de la criada’ es extraordinaria, pero el régimen militar, las vidas de los ricos, hasta el vestido de las criadas que hacen referencia al de las doncellas de países del centro de Europa, no forman parte de nuestros iconos cotidianos. En cambio, aquí, pese a que los nombres de fantasía de los personajes (Goreng, Baharat, Trimagasi, Brambang, Miharu, Imoguiri…) los deslocalizan, no hay nada más español que estos sujetos.
Además de que Ivan Massagué es perfectamente reconocible gracias a sus papeles televisivos, cuando la película ahonda en sus personajes, inmediatamente afloran pecados capitales netamente españoles, la envidia y la pereza por encima de todos los demás. Y para enhebrar su discurso, Gaztelu-Urrutia usa un recurso humorístico también muy peninsular: el esperpento. El humor, grotesco y fuera de sí, pero con el poso amargo que siempre conlleva la técnica del espejo deformado, le da una bilis muy de aquí a la película.
No hay signos que denoten una nacionalidad específica para lo que sucede en la película más allá del idioma que hablan los personajes, pero no hace falta. El primer compañero de celda que tiene Goreng, Trimagasi, es pura retranca netamente española. Sus diálogos para besugos con el protagonista solo pueden haber sucedido dentro de unas fronteras muy específicas, y hasta las ridículas discusiones en torno al premio al que aspira Goreng nos envía a la titulitis y a otro vicio españolísimo: el ansia por aparentar.
¿Hace eso mejor a la película? En absoluto, pero le da un toque único, frente a la asepsia total de otras distopías. ‘El hoyo’ es española, no diríamos que a mucha honra, pero sí porque no le queda más remedio. Lo importante es que aprovecha ese carácter difícil de describir para apuntalar su humor, su sarcasmo y su forma de afrontar el mensaje, y nos lo lanza sin ninguna piedad, como echándonos en cara que aparte de la miseria de ser humanos, encima nos ha tocado ser humanos españoles.
Un murmullo antisistema
El reciente estreno de ‘Parásitos’ nos recuerda que aún es posible estrenar películas rabiosamente anticapitalistas, de mensaje claro y pocas dudas en cuanto a sus intenciones. ‘El hoyo’ va más en la mejor tradición de las distopías literarias desoladoras de principios de siglo, como ‘1984’ o ‘Un mundo feliz’, que parecen construidas desde el pesimismo más absoluto en las posibilidades de salir adelante.
Es decir, con todo el humor del mundo y ese encogerse de hombros ante las adversidades también tan español, ‘El hoyo’ tiene un mensaje radicalmente pesimista, negrísimo. Tan negro como la disyuntiva que plantea, que tiene momentos de auténtica tesis en la película, de tan desnuda de adornos argumentales como se presenta: no hay recursos para que todo el mundo sobreviva. ¿Qué hacemos?
Goreng pasa por todas las etapas posibles ante esa trágica disyuntiva: la negación, la rebelión, la persuasión, la pura y llana desesperación, y acorde con todo ello la película navega por distintos registros de tono, como su protagonista (de la comedia bufa al ultragore, pasando por explosiones de acción coreografiada). Pero no hay salida: solo subir, bajar y caer, como dice Trimagasi. Ante ello la película no ofrece soluciones claras, pero es que ese no es el trabajo de una buena distopía, sino solo plantarnos ante la cara los dramas del futuro como reflejo de las carencias del presente. Y en ese sentido, en eso cumple perfectamente ‘El hoyo’.
Ese pesimismo se aplica también a los personajes. Aunque claramente Goreng es el hombre al que hay que prestar atención (aunque solo sea porque va recibiendo la información al mismo ritmo que el espectador), no es sencillo empatizar con él: es un sujeto esencialmente de buen corazón, pero iracundo e impulsivo. Parece mejor que los locos de arriba y abajo, siempre egoistas o directamente mezquinos, pero a diferencia de tantas distopías que nos presentan una historia de “el hombre contra el sistema injusto“, ‘El hoyo’ nos deja claro que, por muy bien que nos caiga, Goreng es una pieza más de la máquina.
Una pesadilla social muy afilada
Finalmente, cabe discutir la crítica que más se ha puesto sobre la mesa ante la película: que su metáfora es muy obvia. Y es cierto: su simbolismo de clases sociales estratificadas que, en contextos de crisis, son cualquier cosa menos duraderas, no exige un manual de instrucciones para ser desencriptado. Pero no está de más recordar que ‘1984’ es una crítica a la vigilancia de los poderes… mostrando la vigilancia explícita de los poderes. Y que ‘Fahrenheit 451’ es fascinante precisamente por lo cristalino, poderoso y obvio de su metáfora: bomberos que en vez de apagar fuegos, queman libros.
La fuerza de ‘El hoyo’ no está en su sutilidad, sino en la potencia de su metáfora, tan cristalina que todos nos podemos ver reflejados en ella. La idea de que de forma arbitraria cualquiera que estaba en un piso elevado puede pasar a estar en uno de los más bajos es puro pánico ante la crisis: da igual lo que ahorres, da igual lo que escales en la pirámide social, mañana puedes haberlo perdido todo. Tan sutil como un navajazo en la cara, pero vivimos en tiempos necesitados de narrativas tan directas.
La sutilidad de ‘El hoyo’ no está en sus significados, sino en cómo los plantea: la tarea de identificación del espectador con los personajes y la situación es tan meticulosa que a la media hora, éste no puede parar de plantearse: “¿qué haría yo?”. No tardará en llegar a la misma conclusión que los habitantes de la torre, esos animales heridos en torno al hoyo: no hay salida ni por arriba ni por abajo. Hasta el tramo final de la película, coherente con el resto pero que da un giro hacia la abstracción total, obedece a esa narrativa. Hoyo y más hoyo. No es la distopía más alegre de todas las posibles, pero sí desde luego la mejor que se ha rodado en nuestro cine.
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‘El hoyo’: Cómo ha conseguido convertirse en una de las pocas distopías españolas que funcionan
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John Tones
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