Llevo toda la vida consumiendo documentales y películas ‘true crime’. Mi conclusión es que el género está agotado
El true crime no da síntomas de agotamiento comercial. La reciente ‘DAHMER – Monstruo: La historia de Jeffrey Dahmer‘, basada en las andanzas de uno de los serial killers más famosos de Estados Unidos, ha arrasado en Netflix. Batió, por ejemplo, el record de número de horas vistas en su tercera semana, superando con 205’3 millones de horas a éxitos como ‘Los Bridgerton’, ‘Stranger Things’ o ‘The Witcher’. Tras siete semanas en el Top 10, en el cómputo global (que Netflix clasifica contando solo el primer mes) está solo por debajo de ‘Stranger Things 4’.
Sin embargo, yo estoy harto. Durante años (décadas más bien), empezando años antes de que las plataformas de streaming volvieran a poner en marcha el morboso ciclo de la fascinación colectiva por los asesinos en serie, he sido uno más de la marabunta hipnotizada por el abismo amoral de los psicópatas más retorcidos. Pero cuando los más terribles criminales de la cultura popular se convierten en la marca blanca del terror es el momento de decir basta.
Mis primeros asesinatos
Mis contactos iniciales con las superestrellas del crimen fueron, posiblemente, los mismos que los de cualquier chaval de los ochenta: me fascinaba toda la mitología en torno a Jack el Destripador (en tiempos en los que la tesis que defiende ‘From Hell’ ya se daba por buena), así como las adaptaciones de las vidas de criminales reales. Películas como ‘Psicosis’ o ‘La matanza de Texas’, inspiradas en las tropelías reales de Ed Gein, por ejemplo. Que, por cierto, es un asesino mucho menos “moderno” que Dahmer o Ted Bundy, y posiblemente sea porque es furia redneck caótica, desatada e indomesticable, lo que explica también que siga siendo uno de mis favoritos.
En los años noventa yo era un joven fanzinero muy al tanto de todo lo que generaba la cultura alternativa de entonces, así que me dejé llevar por todas las olas de consagración del asesino en serie como icono pop. Algunas funcionaban de un modo más irónico, como lo era la devoción que siempre ha tenido el gran John Waters por el tema y que cuajó en películas como ‘Cosa de hembras’ o ‘Los asesinatos de mamá’. Y también teníamos otras en clave tremenda y castiza, como el polémico fanzine español ‘Espanis Sico’ y su glosa de los asesinos en serie españoles.
Pero la película que lo cambió todo fue ‘Henry, retrato de un asesino‘, una producción extremadamente barata de 1986 que comenzó a adquirir fama a partir de 1990, cuando se normalizó su distribución. En España causó gran impacto ese año en el festival de Sitges y pronto esta película de John McNaughton pudo verse en VHS y televisión, ganándose un culto instantáneo. Su crónica de las tropelías del salvaje Henry Lee Lucas (interpretado por un increíble Michael Rooker), retratadas con un distanciamiento frío y aterrador, se convirtió en la Piedra de Rosetta de las películas basadas en criminales reales.
Durante la década de los noventa y hasta la siguiente oleada de películas de asesinos en serie reales se dieron fenómenos en el cine underground que consumí ávidamente: el cine oriental vivió una fiebre por las películas basadas en casos auténticos, como el hito de la Categoría III hongkonesa (solo para adultos) ‘Dr. Lamb’, y a la vez películas como ‘Nekromantik’ o las ‘Guinea Pig’ jugueteaban con la textura del verismo extremo, y a vender que los crímenes que se mostraban en pantalla estaban muy cerca de ser reales. Nadie se lo creía, claro, pero con los medios más sensacionalistas cebando la leyenda urbana de las snuff movies, el salto al mainstream de las estéticas documentaloides estaba cantado.
Esa estética verista cuajó en el cine mayoritario gracias a éxitos como ‘El proyecto de la bruja de Blair‘ o, de forma más ambiciosa, ‘Asesinos natos’, que hizo confluir la devoción pop por los asesinos reales (por entonces en la conversación mainstream gracias a casos como los de los asesinatos de Columbine) con la textura heredada de los documentales y la televisión. Todo ello cuajó en una nueva oleada de películas basadas en asesinos en serie reales, en títulos como ‘Ciudadano X’ (basada en los crímenes de Andrei Chikatilo), ‘Ed Gein’ o ‘Ted Bundy’.
Como digo, consumí todo ello en mis años de formación cinéfila, y lo aderecé con toda la información que era capaz de conseguir en libros y fanzines sobre gente como Charles Manson o el reverendo Jim Jones. Recuperé películas semidesconocidas como ‘Guyana: El crimen del siglo’, me sumergí en nuestra particularísima visión de los asesinos españoles (de los crímenes de Puerto Hurraco a los de Alcàsser, pasando por el asesinato de los marqueses de Urquijo o los conocidos como “crímenes del rol”, algunos de forma contemporánea), y nunca me despegué de esta visión primigenia de la narrativa true crime.
El segundo advenimiento del true crime
Si cuento todos estos antecedentes no es para presumir de todo lo que he visto (quién puede querer presumir de ser viejo), sino para que entendamos que no me he cansado de ver true crime después de una serie y media en Netflix. El género tiene una historia muy diversa y enriquecedora, que va del exploit puro al arte y ensayo sórdido (échale un ojo a ‘Caniba’, docuficción sobre el japonés Issei Sagawa, que te quedas con el cuerpo finísimo), y yo he picoteado de casi todo ello porque me gustan las historias de criminales auténticos por muchas (y a veces contradictorias) razones.
Por eso yo también corrí a subirme al nuevo carro del true crime, primero con películas como la sensacional trilogía ‘Paradise Lost’, sobre los tres de Memphis, y de la que ya hablamos a colación de la última temporada de ‘Stranger Things’. También con la recuperación tardía de la increíble ‘The Thin Blue Line’, de Errol Morris. O con el impacto de ‘Capturing the Friedmans’, uno de los documentales más perturbadores de todos los tiempos, entre otras muchas cosas. ¿Se estaba barruntando una nueva edad de oro del true crime?
Desde luego, eso parecía, y tengo un excelente recuerdo del fundacional podcast ‘Serial’, que sin duda abrió brecha en Estados Unidos para esta nueva era del true crime. Y disfruté muchísimo de ‘The Jinx‘, una producción de HBO que en muchos aspectos aún no ha sido superada: no solo éramos espectadores más inocentes y los trucos que ya han sido explotados hasta la saciedad nos pillaban por sorpresa, sino que su intrigante protagonista era un agujero negro moral en el que disfruté muchísimo dejándome caer.
La primera serie que me hizo arquear una ceja, en cierto sentido, fue ‘Making a Murderer‘. Le encontré dos problemas esenciales: primero, su trama estaba extraordinariamente estirada; y segundo, jugaba a ocultar información para crear suspense, algo perfectamente lógico en una película, pero un poco más irritante si hablamos de un documental. Por supuesto, y como todo hijo de vecino, dejé mis reparos a un lado y me dejé llevar por el atractivo indiscutible de cualquier true crime de éxito: todo el mundo hablaba de ello, y me encantó participar en esa conversación.
Cabalgué esa ola con alegría: al fin un tema que me obsesionaba desde la adolescencia se topaba con la aceptación masiva. Y además, y aunque comenzaba la saturación, daba pie a productos interesantísimos, como ‘Mindhunter‘, que en solo dos temporadas se convirtió en una de las pseudo-ficciones basadas en casos de asesinos en serie reales más estimulantes de la historia.
Y mientras tanto, no han dejado de llegar más y más muestras de true crime, y hasta un adicto como yo ha tenido que empezar a seleccionar. Cansado de las vidas de los criminales famosos que ya me sé de memoria (si vuelvo a ver a Ted Bundy rompiéndose una pierna al escapar por la ventana de la biblioteca de la cárcel, alguien va a perder algo más valioso que un tobillo), me sumergí en la nueva sub-moda del género: los cultos tóxicos. A quienes conocíamos al reverendo Jim Jones -aún hoy el más grande exponente de esta variante- ya no nos sorprende nada, pero he disfrutado moderadamente con propuestas recientes como la fascinante ‘The Vow (El juramento)‘.
Callejón sin salida
Lo curioso es que, como ya hemos mencionado, ‘Dahmer’ ha sido todo un éxito, aunque ya teníamos bastante visto su enfoque. Hace no demasiado, de hecho, en la excelente película ‘Mi amigo Dahmer‘, que sí hacía una apuesta genuinamente original. Pero aquí nada es especialmente novedoso: ni la empatía con las víctimas, ni el distanciamiento del asesino, ni entretenerse en los preámbulos de cada crimen. La factura es excepcional, o no se habría encontrado con semejante éxito, pero como true crime, ya no sorprende.
Ryan Murphy es un productor de gran calidad y extremadamente versátil, pero muy prolífico, lo que hace que no todos sus productos tengan el mismo toque de distinción. Su devoción por la narrativa true crime ha quedado clara en series como esta ‘Dahmer’ o, por supuesto, en ‘American Crime Story‘, pero también en elementos argumentales de series tan diferentes como ‘American Horror Story’ o ‘Los diarios de Andy Warhol’. Murphy es uno de los grandes responsables de esta masificación precipitada del género.
Y ‘Dahmer’ es solo el canario en la mina. Salvo cumplidas excepciones, hace tiempo que no vemos nuevos enfoques, crímenes sorprendentes o planteamientos dramáticos mínimamente excitantes. La mayoría de los documentales son bustos parlantes de gente muy remotamente relacionada con los casos, y las ficciones, reciclaje de acercamientos a los criminales que llevan caducas desde hace décadas. La sorpresa hace tiempo que desapareció, y la saturación es un hecho.
Pero hay algo más, y aquí volvemos a una impresión eminentemente personal. Cuando descubrí el enfoque pop de los asesinos en serie, sumergirme en sus tropelías era asomarme a un abismo, a la noche oscura del alma, que decía el otro. Reflexiones, a veces brutales y al filo, otras veces sofisticadas y llenas de matices, sobre los extremos terribles y enigmáticos a los que puede llegar un ser humano.
Sin embargo, la masificación del true crime ha llevado a limar esas aristas: el género actual no se acerca a la crudeza y perversidad de películas como ‘Henry: Retrato de un asesino’ y, paradójicamente, series como ‘Dahmer’ están hechas para gustar a la mayor cantidad de gente y ser sumamente accesibles. Su visión de los crímenes, los criminales y las investigaciones, por necesidad, tiene que dulcificarse -lo que además nos hace entrar en muchos otros debates paralelos sobre la moralidad del género, pero esa es otra historia-: el true crime ha sido domesticado.
El true crime ya no es una reflexión sobre nuestro lado más oscuro, sino un digestivo informe de sucesos: ya no es el punk del género policiaco, sino el AOR para señores respetables. ¿Y hay solución? Recientemente, vi la miniserie ‘Cómo meterse en un jardín’ en HBO Max, una crónica de un crimen real ficcionadísima, llena de desvíos hacia la fantasía y disgresiones en clave cómica y melodramática. Quizás ese sea el camino, una vez que el estilo documentaloide está agotado: soltar las bridas, dejar que el género se reinvente, permitir que nos vuelva a perturbar como antes. Ojalá.
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Llevo toda la vida consumiendo documentales y películas ‘true crime’. Mi conclusión es que el género está agotado
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Xataka
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John Tones
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