“Se ha extendido como la peste”: cómo el caleidoscopio produjo las mismas reacciones anti-tecnología que los smartphones

Se presentan a menudo los perjuicios de los smartphones y el consumo de las pantallas como algo nuevo asociado a una tecnología de características únicas, pero estas críticas no distan mucho de las que se vertían sobre el caleidoscopio, un instrumento patentado en 1817 por David Brewster, miembro de la Royal Society, que era capaz de crear sugerentes formas simétricas que encandilaron a niños y adultos.

Y quizá eso ocurre porque tendemos a criticar de la misma manera y bajo los mismos parámetros cualquier nuevo desarrollo tecnológico, desde la imprenta hasta el teléfono, pasando por telégrafo o la bicicleta.


Un genio precoz

A los diez años de edad, David Brewster ya había construido su primer telescopio. Era 1991 y vivía en la pequeña localidad escocesa de Jedburgh. Sin duda, Brewster era todo un niño prodigio, pero si bien le interesaban muchas cosas del mundo, lo que más fascinación le causaba eran los instrumentos ópticos.

Por ello, en 1817, ya formando parte de la Royal Society y habiendo sido galardonado por sus aportaciones al campo de la óptica, patentó un “juguete filosófico” que hacía uso de espejos inclinados y pequeños vidrios de colores para originar hipnóticas formas simétricas. En un libro que publicó dos años después para explicar y reivindicar su invento, afirmaba haber tenido la idea original en 1814, desarrollándola gradualmente hasta llegar a aquel instrumento perfeccionado.

Brewster Cigar Box

Aquel juguete te permitía captar una realidad totalmente nueva, como si accedieras a otra dimensión, como si cruzaras el espejo de Alicia sin necesidad de ingerir unos microgramos de LSD. Por consiguiente, el nombre de aquel instrumento se formó por tres términos griegos: kalós (hermoso), eidos (imagen) y scopio (instrumento para observar). Caleidoscopio. Literalmente, instrumento para observar imágenes hermosas.

El éxito del caleidoscopio en el Reino Unido, en aquel primer tercio del siglo XIX, fue imparable. En el periódico Literary Panorama and National Register podía leerse la siguiente reseña en 1819 (justo año antes había publicado una reseña muy poco entusiasta de Frankenstein de Mary Shelley): “Jóvenes y mayores, todos tienen su caleidoscopio; todas las profesiones, todos los oficios; todas las naciones, todos los Gobiernos, todas las sectas, todos los partidos”.

En una carta fechada el 23 de mayo de 1818, la hija del célebre poeta Samuel Taylor Coleridge, expresaba así su entusiasmo a una amiga tras recibir un caleidoscopio como regalo: “Si miras por el tubo, verás pequeños fragmentos de cristal de distintos colores. Esas imágenes cambian cada vez que agitas el tubo. Aunque lo agites durante cien años, nunca verás la misma imagen”.

Llega la caleidoscomanía

Los primeros caleidoscopios patentados a menudo venían con un conjunto de celdas intercambiables llenas de objetos diminutos, pero a menudo también se proporcionaba una celda vacía, permitiendo que uno lo llenara como uno desara. La “caleidoscomanía” se extendió rápidamente por toda Europa y otros países. Todas las revistas de Estados Unidos publicaron extensos reportajes sobre el nuevo artilugio. The Philosophical Magazine and Journal llegó a publicar lo siguiente:

En la memoria del hombre, ningún invento y ningún trabajo, ya sea dirigido a la imaginación o al entendimiento, produjo jamás tal efecto. Una manía universal por el instrumento se apoderó de todas las clases, desde las más bajas hasta las más altas, desde las más ignorantes hasta las más sabias; y cada uno no sólo sentía, sino que expresaba el sentimiento, de que se había añadido a su existencia un nuevo placer.

En poco tiempo, aparecieron imitaciones del caleidoscopio fabricadas por otros fabricantes, así que Brewster, a pesar del éxito obtenido, apenas sacó provecho económico. Por si fuera poco, al poco tiempo empezaron a aflorar los primeros detractores de aquella tecnología. Algunos criticaban el caleidoscopio por ser una muestra más del consumismo desaforado de masas, que gastaba su dinero en cosas inútiles.

Uno de sus críticos más contumaces fue el poeta romántico inglés Percy Shelley, y que estuvo casado con Mary Shelley. Cuando recibió las instrucciones para construirse uno de aquellos artilugios por parte de su amigo y biógrafo Thomas Jefferson Hogg, este le espetó en una carta: “Tu caleidoscopio se ha extendido como la peste en Livorno. Creo que toda la ciudad se ha entregado al caleidoscopismo”.

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El periódico que había tildado de poco original e insustancial la obra de Mary Shelley, también acabó cargando las tintas contra aquel invento, al que le adjudicaba la capacidad de hacer perder el tiempo a la gente. Como si la poseyera. Incluso llegó a escribirse textualmente la siguiente frase sarcástica: “todos los niños que van con su caleidoscopio por la calle terminan chocando contra una pared”. O como abunda en ello Noreena Herz en su libro El siglo de la soledad:

Un grabado de la época, que lleva por título La Kaleidoscomanie où les Amateurs de bijoux Anglais, aborda este tema, representando a unos hombres tan distraídos con el artilugio que ni siquiera se dan cuenta de que sus acompañantes están siendo cortejadas a sus espaldas.

A pesar de todo, el caleidoscopio sobrevivió a las críticas y al transcurso del tiempo. Más tarde, para el poeta Charles Baudelaire, “el caleidoscopio coincidía con la modernidad misma; convertirse en un ‘caleidoscopio dotado de conciencia’ era la meta del ‘amante de la vida universal'”. Para Marx y Engels, “el caleidoscopio tenía una función muy diferente». En su crítica a La ideología alemana de Saint-Simon, utilizaron la imagen caleidoscópica como una parábola de las farsas ideológicas: su aparente variedad se produce al repetir el mismo patrón hasta el infinito.

Arnaud Maillet ha explorado el impacto del caleidoscopio en las teorías de abstracción visual y ornamentación del siglo XIX y, en consecuencia, en los debates sobre las artes aplicadas y la producción industrial, demostrando “cómo el pensamiento caleidoscópico alimentó la imaginación creativa y condujo a la proliferación de aplicaciones artesanales e industriales en principios del siglo XIX”.

Incluso hoy en día podemos comprar un caleidoscopio. Y forma parte de la cultura audiovisual contemporánea, como demuestra la “niña de los ojos caleidoscópicos” de John Lennon en la canción de los Beatles Lucy in the Sky with Diamonds. Pero eso no quita que recordemos lo que algunos, muchos de ellos luditas, dijeron a propósito de aquel invento para advertir cuánto se parecían sus palabras a las palabras que se dedicaron a innumerables inventos posteriores.

La crítica que se repite invento tras invento

Las críticas que recibió el caleidoscopio, el hecho de que fuera tan absorbente como para que el transeúnte no pudiera dejar de mirarlo, recuerdan poderosamente a las críticas actuales a los teléfonos móviles. Un conjunto de críticas que, de hecho, se han mantenido más o menos inalterables con cada nuevo invento o desarrollo tecnológico.

Incluso el propio libro o la escritura, un tipo de tecnología, fue objeto de cuestionamientos muy similares por parte de Sócrates, que prefería la oralidad. La misma suerte que corrió imprenta, más tarde, por parte de escritores como Jonathan Swift, autor de Los viajes de Gulliver, que consideraban que aquella máquina de copiar textos iba a devaluar la calidad de lo que se publicaba (también dijo que la investigación científica era una pérdida de tiempo porque nunca producía ninguna aplicación práctica).

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Por ello, no debería sorprendernos que el siglo siguiente en el que apareció el caleidoscopio, la bicicleta fuera también objeto de reprobaciones y vituperios similares. Las iglesias condenaron este nuevo sistema de transporte porque podía desconectar a las personas de su comunidad local y precipitarlos a los peligros del mundo exterior, incluso incrementando la promiscuidad de las parejas (sobre todo de las mujeres, que vieron en la bicicleta un sistema de emancipación). Poco después, el automóvil también recibió críticas por crear distancia social y una aceleración de la cultura (literalmente).

Con la llegada del telégrafo, las relaciones sentimentales florecieron a través de este sistema de comunicación tal y como lo hacen hoy en día a través de Tinder, y aparecieron nuevos vocablos asociados a esta clase de comunicación, las costumbres cambiaron, los negocios se agilizaron. Y tal y como escribe Tom Standage en su libro The Victorian Internet, muchos creyeron que ya no encontraríamos ningún incentivo para salir de casa y citarse en persona por culpa de aquel aparato.

Tras la llegada del teléfono, en 1926 el Comité de Educación de los Caballeros de Colón, una organización católica fundada en 1881 por el sacerdote Michael J. McGivney, se dispuso a investigar se centró en esta nueva tecnología y sus reuniones estuvieron dominadas por preguntas del tipo “¿El teléfono hace que los hombres sean más activos o más perezosos?” y “¿El teléfono socava la vida hogareña y la vieja práctica de visitar a los amigos?” Al igual que ha sucedido con los blogs o los contenidos digitales en general, muchos pensaron que el teléfono propiciaría las conversaciones irreflexivas y banales.

El sociólogo Charles Horton Cooley, en 1912, señaló lo siguiente al referirse al teléfono, tal y como si analizara Facebook:

En nuestra vida, la intimidad del barrio se ha roto como resultado del crecimiento de una intrincada malla de contactos más amplios, que nos convierte en desconocidos a los ojos de personas que viven en la misma casa […] disminuyendo nuestra comunión económica y espiritual con nuestros vecinos.

Al final, como escribía satíricamente Douglas Adams, autor de Guía del autoestopista galáctico, los avances tecnológicos cambian más o menos la vida de lo que creemos en función de la edad que tenemos:

  1. Todo lo que ya está en el mundo cuando naciste es normal.
  2. Todo lo que se inventa entre este momento y antes de que cumplas los treinta es increíblemente emocionante y creativo y, con un poco de suerte, puedes vivir de eso.
  3. Todo lo que se inventa después de que hayas cumplido los treinta va contra el orden natural de las cosas y es el comienzo del fin de la civilización tal y como la conocemos, hasta que se haya utilizado durante unos diez años y empiece poco a poco a considerarse normal.

Imagen : ebay | Commons

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Sergio Parra

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