Las Calculadoras de Harvard: las mujeres que ampliaron nuestra visión del universo (y tumbaron prejuicios) por 25 centavos la hora
— ¿Fallecida? —se extrañó el cartero.
Al Observatorio del Harvard College solían llegar a diario paquetes de todo el globo y toda guisa. Su director, el doctor Harlow Shapley, tenía una buena montaña de cartas con matasellos de medio mundo apiladas sobre su escritorio que daba fe del aluvión postal. Lo que ya no era tan habitual, sin embargo, reconoció Shapley ante el confundido repartidor del United States Postal Services que esperaba con los brazos en jarra en la escalinata, era recibir una de ultratumba.
— Fallecida, sí —replicó Shapley.
En la mano derecha —volvió a cerciorarse el director— tenía efectivamente un sobre de color marrón manila con el nombre de Henrietta Swan Leavitt y la dirección del observatorio escritos a máquina. El problema era que Leavitt, antigua empleada del centro, llevaba ya un par de años muerta.
Había fallecido semanas antes de la Navidad de 1921, con 53 años, consumida por un cáncer de estómago. Silenciosa, distante, como si la sordera que padecía desde que era una joven confinase sus pensamientos en una región remota, Shapley la recordaba inclinada sobre una de las mesas de trabajo del observatorio, absorta en sus tablas de datos y apurando cálculos.
Sumida, brillante.
El director suspiró. Al levantar la vista se encontró con el ceño fruncido del cartero. A medida que los recuerdos fluían, el sobre marrón manila parecía ganar peso y el silencio volverse más denso.
“La señorita Leavitt, me temo, falleció hace ya cuatro años. Si le han enviado esta carta aquí será seguramente por algún asunto profesional —aclaró el doctor Shapley señalando la misiva con la barbilla—. Puede dejármela a mí. Le echaré un vistazo. En caso de que se trate de un asunto personal, yo mismo me encargaré de hacérselo llegar a sus familiares”.
Ni lo uno, ni lo otro.
O ambas cosas a la vez.
Lo que anunciaba la escueta carta que llegó a Harvard en 1925 a nombre de la señorita Leavitt, de la astrónoma Henrietta Swan Leavitt, respondía en realidad al gesto cómplice de un colega que le escribía con una mezcla de admiración profesional y franca camaradería.
El remitente —como comprobaría poco más tarde Shapley sentado en su despacho— era el matemático sueco Magnus Gustaf Mittag-Leffler, uno de los popes de la ciencia continental. A pesar de que su bigote prusiano peinaba canas desde hacía ya un puñado de años, Mittag-Leffler, alias “Gösta”, era uno de los académicos más respetados de Europa, con voz en la Royal Society londinense y la Real Academia de las Ciencias de Suecia. Su fama trascendía lo estrictamente intelectual y se filtraba incluso en la crónica rosa: a él, mejor dicho, a una vieja disputa por las atenciones de una dama, se debía —al decir de las malas lenguas— que Alfred Nobel se hubiese pillado un berrinche con el gremio de los matemáticos y decidiese excluirlos de los prestigiosos premios a los que, desde 1901, legaba su apellido y considerable fortuna.
Al desdoblar la carta, breve, escrita con la angulosa grafía de Gösta, Shapley sintió una punzada en el estómago. Con el mareo aún agarrado al vientre, se acercó a la ventana y volvió a leer; a media voz esta vez, sin más público que los muebles de su despacho.
“Distinguida señorita Leavitt: Lo que me ha contado mi amigo y colega, el profesor Von Zeipel, de Uppsala, sobre su admirable descubrimiento de la ley empírica que conecta la magnitud y la duración del periodo para las variables tipo S. Cephei de la Pequeña Nube de Magallanes, me ha impresionado tan profundamente que me gustaría nominarla al Premio Nobel de Física de 1926, aunque debo confesarle que mi conocimiento de la materia es todavía bastante limitado”.
¡El Nobel de Física! Desde que hacía ya un cuarto de siglo la Real Academia Sueca de Ciencias había empezado a designar de forma anual a los investigadores más prestigiosos del mundo para el premio, solo una mujer, Marie Curie, se había sumado a la lista. Una entre casi treinta hombres. Pobre proporción que podría haberse quedado directamente en cero de no haber sido por la mediación del propio Mittag-Leffler, quien en 1903 escribió a Pierre Curie a tiempo para advertirle de que la Academia pensaba premiarlos de forma exclusiva a él y Antoine Henri Becquerel por sus investigaciones sobre la radiación y radiactividad, lo que dejaba al margen las aportaciones de Marie. La maniobra de Gösta dio margen a Pierre para replicar ante el jurado.
Shapley dejó la carta sobre su escritorio, se sentó, cogió pluma, tinta y papel y tras dirigir un cálido y respetuoso saludo a su colega sueco, le puso al tanto de la situación: la señorita Leavitt había fallecido en diciembre de 1921, a los 53 años. El Nobel no se concede a título póstumo, así que su muerte echaba por tierra cualquier opción de que Gösta siguiese con su propuesta de candidatura. Eso sí, tal vez, y solo tal vez, él, el propio Shapley —dejó caer el director— podría ser una alternativa para el galardón dado que se había encargado de sacar miga a los hallazgos de Leavitt.
Leavitt, el Nobel que llegó tarde
Quizás suene a ciencia ficción a las puertas de 2022, con la información de última hora zumbando de un lado a otro del Globo y accesible a golpe de clic, pero hace justo un siglo, en la década de 1920, hubo en EE.UU. una astrónoma revolucionaria y brillante, crucial para nuestra moderna concepción del universo, que falleció sin que el ruedo científico se agitase gran cosa más allá de su círculo de colegas. Su muerte, el 12 de diciembre de 1921 en Cambridge, pasó lo suficientemente inadvertida como para que cuatro años después la noticia todavía no hubiese llegado a oídos de un Gösta decidido a poner en marcha la maquinaria académica para otorgarle el Nobel.
Los pormenores de cómo llegó la carta del matemático sueco a Harvard están aquí novelados, pero sí se sabe que Mittag-Leffler quiso premiar a Leavitt, que le escribió el 23 de febrero avanzándole sus planes y que solo unos días después, el 9 de marzo, Shapley le respondió con otro escrito en el que ensalzaba la labor y potencial de la fallecida, dejaba caer sus propios méritos profesionales y le pedía permiso para compartir la noticia con la madre y el hermano de la fallecida.
Triste colofón para una observadora incansable del universo que había descubierto cuatro novas, alrededor de 2.400 estrellas variables y —de lejos su mayor hallazgo— la relación entre el período pulsar y la luminosidad de las estrellas variables Cefeidas, un método valioso para fijar la distancia de objetos astronómicos que algunos han valorado incluso como la “vara de medir del universo”. Gracias al ciclo de fluctuación en el brillo de la Cefeidas establecido por Leavitt, otros astrónomos, incluido Shapley, pudieron determinar a lo largo de los años siguientes la distancia de cúmulos de estrellas. En 1924, cinco años antes de revolucionar la cosmología al postular la expansión del universo, el propio Edwin Hubble lo había usado para la galaxia de Andrómeda.
Desde su escritorio Leavitt había abierto una nueva ventana al conocimiento del cosmos. Y con todo, pese a su legado titánico, a su huella en la astronomía, a su papel en la cimentación de la cosmología moderna, allí estaba la carta de Gösta, demostrando que un lustro después, su muerte había pasado desapercibida incluso para parte de la élite científica más avanzada.
Es poco lo que se sabe de ella. Su historia es sin embargo una de las más apasionantes —y sintomáticas— de la astronomía de comienzos del XX. Sorprende por quién era Leavitt, por lo que logró; y sorprende, igualmente, por dónde y cómo lo logró.
Si las biografías de otros grandes astrónomos —de Johannes Kepler a Georges Lemaître— nos enseñan la importancia de abarcar el contexto e ir más allá de los logros individuales, en el caso de Leavitt hacerlo enriquece y amplía incluso más el retrato. Durante años formó parte de las “Calculadoras de Harvard”, un grupo de mujeres capitaneadas por el astrónomo Edward Charles Pickering —el antecesor de Shapley— que, sobreponiéndose a dificultades y lo poco que se esperaba de ellas, legaron algunos de los descubrimientos más notables del siglo XX.
¿Quiénes eran?
¿A qué se dedicaba Leavitt?
¿Y de dónde viene lo de “calculadoras”?
Su génesis debe buscarse en el Observatorio de Harvard.
Entre cálculos para conocer las estrellas
Hacia la segunda mitad del siglo XIX la Universidad de Harvard veía con frustración cómo se quedaba a la zaga en uno de los campos de estudio más importante del momento y con mayor tradición: la astronomía. Su observatorio no lo tenía fácil. Cuando en 1877 Edward Charles Pickering tomó sus riendas se encontró con un apoyo espartano por parte del rectorado. Para pagar salarios, materiales o incluso publicaciones no le quedaba otra que “pescar” entre las fortunas con sensibilidad filantrópica de EE.UU. o apelar a la generosidad de suscriptores aficionados a la astronomía. Por fortuna no se le daba mal. Ni eso, ni centrar el tiro y apostar por un campo de investigación prometedor y desatendido hasta entonces en la mayoría de observatorios: la fotometría, disciplina que se encarga de medir y estudiar el brillo de las estrellas para su clasificación.
A sus espaldas, Pickering tenía el legado de grandes figuras que le habían despejado el camino, como William Herschel, autor de las primeras descripciones de los espectros de Sirio y Arturo a finales del siglo XVIII, o la concienzuda labor desarrollada en la década de 1860 por Gustav Kirchhoff, Robert Bunsen, Lewis Ructherfurd o el jesuita Angelo Secchi.
En el observatorio de Harvard, Pickering se dedicaría en especial a la fotometría estelar y la clasificación de los espectros de los astros, centrando su atención en las estrellas variables con ayuda del material que tenía a su alcance, como los espectroscopios comprados décadas atrás por uno de sus predecesores, Joseph Winlock. A modo de guía y para empezar utilizó la escala de Norman Pogson y una referencia, Polaris. Su labor recibiría un espaldarazo decisivo a principios de los años 80, fruto de un trágico golpe de suerte: la muerte prematura y repentina en 1882 de su amigo el doctor Henry Draper. Además de médico y hombre acaudalado, Draper era un avezado astrónomo amateur y uno de los pioneros de la astrofotografía. A su muerte, con 45 años, había dejado “huérfano” un vasto archivo de placas de cristal con imágenes de astros.
Cuando Pickering pudo observar el material del difunto Draper —recuerda la escritora Dava Sobel en su ensayo El Universo de Cristal— quedó maravillado: constató que aquel recurso era idóneo para el estudio del espectro estelar. A diferencia del sistema de trabajo tradicional, a base de observaciones con el telescopio y anotaciones sobre la marcha, el análisis con fotografías ofrecía resultados precisos con un nivel de detalle sorprendente. Si se aplicaban además placas secas, capaces de recoger la luz de estrellas más distantes, sus posibilidades se disparaban.
“Pickering midió cada espectro con un micrómetro. El 18 de febrero de 1883 pudo notificar a la señora Draper que estaba encontrando ‘en las fotografías mucho más de lo que parece haber a primera vista’. Estaba claro que el doctor Draper había demostrado que era factible estudiar el espectro estelar mediante fotografías en lugar de estar observando a través de un instrumento e ir anotando un registro de lo que que el ojo veía”, recoge Sobel en su libro.
Las placas de cristal no fueron la única aportación de Draper. Decidida a mantener viva la memoria de su marido, su viuda, Mary Anna Palmer Draper, respaldó la labor de Pickering con medios y una jugosa inyección de fondos. Aportó cheques cuantiosos de forma periódica para la creación del Catálogo Henry Draper, el primero basado de forma íntegra en fotografías del cielo y en el que se especificaría —recuerda Sobel— “el tipo de espectro”, la posición y brillo de los astros.
Con el tiempo, gracias en gran medida a la valiosa ayuda de Mary Anna Palmer Draper y de otra mecenas igual de destacada, Catherine Wolfe Bruce, Pickering logró ampliar sus recursos, dotarse de mejor instrumental y completar sus mediciones con un nuevo observatorio en Arequipa (Perú), en el Hemisferio Sur. Hacia 1890 habían publicado ya el primer catálogo Henry Draper con más de 10.000 estrellas clasificadas, cifra que se multiplicaría con el paso de los años.
“Hasta mi criada escocesa lo haría mejor”
A medida que aumentaba el archivo de placas de cristal —se calcula que llegó a rondar el medio millón—, el reto pasó a ser otro bien distinto en el Observatorio de Harvard: ¿Cómo manejar tamaña cantidad de información? ¿Cómo sacarles miga sin arruinarse en el intento? Al verse corto de fondos, en 1882 Pickering ya se había visto obligado a lanzar una llamada de “SOS” en busca de voluntarios que le ayudasen desde sus casas a seguir la evolución de las estrellas variables.
Su solución a más largo plazo fue otra. Quizás más efectiva, pero desde luego mucho menos ética, al menos visto desde nuestra sensibilidad actual. Si no tenía recursos para fichar colaboradores, ¿por qué no buscar personas a las que pudiera pagar menos? ¿Por qué no contratar mujeres a las que podría abonar entre 25 y 35 centavos por hora en jornadas de siete horas durante seis días a la semana, el salario mínimo y considerablemente inferior al que debería abonar a un ayudante varón? “Quizás pensó que eran más pacientes y cuidadosas, pero también sabía que podía pagarles salarios más bajos”, reconoce Dovel, que calcula que el sueldo “típico” era de 25 centavos.
La decisión de Pickering resulta deleznable a ojos del siglo XXI; a los de finales del XIX y principios del XX, en justicia, su carga de matices era considerablemente más compleja.
En una época en la que aún podían leerse perlas machistas como la recogida en Sex in Education por el doctor Edward Clarke, profesor también de la Universidad de Harvard y quien en 1873 teorizaba con pretendido tono científico que “las niñas que gastan demasiada energía en desarrollar sus mentes durante la pubertad terminan sin desarrollar o con sistemas reproductivos enfermos”, Pickering colaboraba abiertamente con mujeres. A su favor tenía los ejemplos de Selina Bond o Anna Winlock, hijas de los antiguos directores del observatorio y que participaban en el trabajo del centro; y también el de Maria Mitchell, la gran astrónoma estadounidense del XIX.
“El papel de Pickering es muy complejo. Si lo vemos con los ojos de hoy en día tendríamos claro que era un machista, que se aprovechó del trabajo de estas mujeres; pero si lo miramos desde el prisma de la época, se le atacaba por lo contrario, por permitir que las mujeres entraran a trabajar en Harvard. Le generó muchas críticas y él defendió su presencia. Tuvo que vencer una enorme oposición dentro de Harvard para que esas mujeres pudieran trabajar allí”, comenta el periodista Miguel Á. Delgado, autor del libro Las calculadoras de estrellas, y concluye: “Es una de esas situaciones en las que resulta muy complejo tener una opinión, es muy complicado”.
Por supuesto, no todo era progresismo en los despachos del Observatorio de Harvard. Al margen de sus convicciones o de tener una mentalidad más abierta que sus contemporáneos, no puede obviarse que Pickering había decidido aprovecharse de la desigualdad salarial y las tareas que asignaba a las mujeres tenían el perfil más bajo de todos los posibles: una labor de cálculo rutinaria, mecánica y tediosa basada en las placas de cristal y las observaciones nocturnas.
El cometido era tan mecánico que —según la leyenda— durante una discusión subida de tono con uno de sus ayudantes varones que se encargaban de los cálculos, Pickering bramó:
— ¡Hasta mi criada escocesa haría un trabajo mejor!
Dicho y hecho.
Se trataba, al fin y al cabo, de asumir un encargo tan sencillo como aplicar fórmulas.
Un trabajo para computadoras.
Para calculadoras.
Nada más.
Nada menos.
Un suma y sigue de estrellas de la astronomía
No hay constancia de si Pickering hizo semejante comentario al regañar a uno de sus subordinados ni tampoco si —como continúa la leyenda popular— acabó sustituyéndolo por quien, efectivamente, había estado ejerciendo como doncella en su casa, una inmigrante escocesa llamada Williamina Fleming. Sí sabemos que Fleming se incorporó al equipo de computación del observatorio y que terminaría desempeñando un rol crucial entre las “calculadoras” contratadas por Pickering para, inicialmente, analizar imágenes y calcular el brillo y posición de las estrellas .
Bravuconadas aparte, Pickering no actuaba a ciegas. Aunque Fleming se incorporó a la residencia del observatorio en 1879 como ama de llaves, en su Dundee natal, en Escocia, se había formado y trabajado como maestra. Si había aceptado pasar de las aulas a pulir la cubertería de los Pickering fue obligada por causas de fuerza mayor: su marido, James Orr Fleming, con el que había emigrado a América, la había abandonado poco antes con un bebé en camino. Su inteligencia debió de convencer a Pickering desde el minuto cero porque en 1881, tras un parón de más de un año para dar a luz y cuidar de su hijo, la “fichó” para su equipo de calculadoras en el observatorio.
A lo largo de los años siguientes Fleming ayudó a Pickering con su trabajo de fotometría: se encargaba de tomar notas, aplicar fórmulas para calcular las magnitudes de las estrellas y tratar con magnitudes de campos sobre placas de cristal. Hacia 1886 Pickering la nombró sustituta de Nettie Farrar, colaboradora del observatorio desde hacía un lustro, y en 1899, a petición del propio director del observatorio, la corporación de Harvard decidió designarla conservadora de las fotos astronómicas, cargo recién creado que convierte a Fleming —explica Sobel en su libro— “en la primera mujer en tener un cargo en el observatorio, o en la universidad en general”.
Con el tiempo Fleming, “Mina”, como se referían a ella con cariño, ocupó un lugar cada vez más destacado en el equipo. Ella, Farrar o Winlock fueron de las primeras de una larga lista de colaboradoras a las que se asignaban labores de computación y catalogación de datos. Durante décadas —entre la de 1880 y 1920, tras la muerte de Pickering, según la BBC— el plantel acabaría rondando las 80 mujeres. Algunas partían casi de cero, sin apenas conocimientos profundos sobre astronomía; otras que se irían sumando con el tiempo, como Antonia Maury, graduada en el Colegio Vassar, donde aprendió de Mitchell, llegaban con un sólido bagaje y el deseo de desarrollar una carrera que en otras instituciones quedaba fuera de su alcance a causa de su género.
En un guiño cómico que ponía el acento en su labor mecánica y rutinaria, sus colegas varones acabaron apodando al grupo como “las calculadoras de Harvard”. Otros, con menos sensibilidad y peor gusto, optaron por referirse a ellas como “el harén de Pickering”. Ambos se equivocaron. A medida que las décadas han ido arrojando luz sobre la labor de Fleming, Leavitt, Maury y el resto de sus compañeras del observatorio se ha constatado que muchas de ellas excedieron con creces lo que se podía esperar de una simple oficinista dedicada a los cálculos matemáticos.
“Al principio, buena parte del trabajo de las mujeres implicaba calcular las posiciones reales y el brillo de las estrellas individuales mediante la aplicación de fórmulas a las anotaciones nocturnas hechas por los observadores masculinos —explicaba Sobel a Atlantic en 2016—. Con las placas de vidrio pudieron descubrir nuevas estrellas. Si bien algunas de las fotos mostraban las estrellas como puntos que se contaban y catalogaban de acuerdo con las coordenadas del cielo, otras imágenes mostraban la luz de las estrellas como pequeñas tiras o espectros con patrones distintos”.
Con ese material sobre la mesa, abunda Sobel, “algunas de las mujeres asumieron el desafío de dar sentido a los patrones e idear un esquema para clasificar las estrellas en categorías”. Entre las “calculadoras” que fueron más allá destacan Fleming, Leavitt, Antonia Maury o Annie Jump Cannon, autoras de algunos de los mayores hallazgos astronómicos de los siglos XIX y XX.
Además de identificar novas y estrellas variables y a pesar de haber fallecido también de forma prematura, en 1911, con solo 54 años, Fleming descubrió la Nebulosa Cabeza de Caballo y la primera enana blanca. Con su relación entre la luminosidad y el periodo de las Cefeidas, Leavitt, a su vez, estudió y catalogó estrellas variables en las Nubes de Magallanes y aportó a los astrónomos que la sucederían la “vara de medir del universo”, la llave que les permitiría calcular distancias.
A Maury y a Cannon se les debe sendos sistemas para la clasificación de estrellas. El de Cannon, bautizado como Harvard Classification Scheme y que no tardó en alcanzar un éxito considerable, divide las clases espectrales en siete categorías en función de si son más cálidas o frías. Cada grupo está designado con una letra del alfabeto: O, B, A, F, G, K y M. La propuesta resultó tan útil que con el tiempo Cannon acabó desarrollando un truco mnemotécnico, una frase compuesta por cada una de las siete letras y que los estudiantes de astronomía podían canturrear con facilidad:
— Oh, Be A Fine Girl-Kiss Me!
Si Fleming había dado un primer paso en 1899 al lograr que Harvard la designase responsable del archivo fotográfico, Cannon iría un paso más allá y conseguiría que la nombrasen profesora regular de astronomía. Gracias a sus méritos, se convirtió, en 1931, en la primera mujer en recibir la medalla Henry Draper y fue elegida miembro de la Sociedad Astronómica de EE.UU.
En el círculo de las computadoras se enmarca también Cecilia Helena Payne-Gaposchkin, quien se dedicó en la década de 1920 a determinar las temperaturas y concentraciones químicas de los astros echando mano de la teoría de la ionización de Meghnad Saha. Para pasmo de astrónomos como Henry Norris Russell, convencido de que la composición de las estrellas era similar a la de la tierra, Payne concluyó que sus componentes principales eran el helio y, sobre todo, el hidrógeno.
De la gran factoría de talento estelar que fueron las Computadoras de Harvard —aka “el harén de Pickering” para gente de sensibilidad acartonada— salió también la clasificación de miles de cuerpos estelares, un archivo con 500.000 vidrios y una mejor y más completa comprensión del universo. El departamento sobrevivió a Fleming, Leavitt e incluso Pickering, fallecido en 1919. Salvo un parón en la década de 1950 por falta de fondos, el programa de recolección de placas fotográficas se mantuvo de hecho en Harvard —según recoge Space.com— hasta principios de los años 90, cuando los viejos soportes de cristal habían dado paso ya a modernos dispositivos CCD (Charge-Coupled Device) muy similares a los que se utilizaban en las cámaras digitales.
Desde que Pickering presumía del potencial de su criada escocesa, a finales del siglo XIX, y, ya con Shapley al frente del observatorio, Harvard empezó a otorgar títulos de posgrado a mujeres, no solo avanzó la tecnología y la astronomía. Lo hizo también la sociedad y los derechos de las mujeres. De la época en la que Fleming se lamentaba en su diario de estar cobrando casi la mitad que un hombre —“A veces me siento tentada de abandonar para que así se dé cuenta de lo que está obteniendo conmigo por 1.500 dólares al año comparado con los 2.500 que recibe cualquier otro ayudante varón”, escribió en 1899— al nombramiento, ya a mediados de la década de 1950, de Payne como directora de departamento, los vientos en Harvard se renovaron de forma considerable.
“La labor de las calculadoras ocupa varias décadas. Hay una diferencia, por ejemplo, entre las que empezaron en 1890 y las que llegan en la última parte. No es la misma la situación de las pioneras que la de Payne, que llega hacia la década de 1920. Pese a todo, se había dado cierta evolución”, reflexiona Delgado, autor del libro Las calculadoras de estrellas. Si bien algunas, como Cannon, disfrutaron de cierto reconocimiento en vida; otras, tal es el caso de Henrietta Swan Leavitt, no llegaron a recibir todo el mérito que merecían por sus contribuciones.
Ni siquiera quienes recibieron aplausos se libraron de enfrentarse a situaciones complicadas. Fleming, por ejemplo, autora de gran parte del trabajo del primer Catálogo Draper de 1890, tuvo que ver como el volumen lo publicaba Pickering y su nombre quedaba relegado a un segundo plano, en las páginas interiores. En el caso de Payne, la presión del prestigioso astrónomo Henry Norris Russell la llevó a recular en el último momento y no incluir en su tesis la idea de que el hidrógeno era el compuesto principal de las estrellas, noción que planteó como una mera hipótesis.
“Sentaron las bases para lo que vendría después. Fueron contratadas para hacer un trabajo rutinario, de tipo mecánico, pero fueron más allá. Además de la información que extraían de las placas establecieron conclusiones”, recalca Delgado antes de reivindicar el papel crucial que desempeñó la viuda de Henry Draper, Mary Anne, apasionada igual que él por las estrellas y que como albacea de la fortuna de su marido se convirtió en uno de los puntales del observatorio y promotora de una labor crucial para la ciencia. “El catálogo astrofotográfico no lo había hecho nadie, era una gran empresa en todos los sentidos, que requirió de una enorme inversión”.
de Leavitt, por ejemplo, servirían de base a Hubble
Con los siglos XIX y XX ya muy atrás en el espejo retrovisor, queda ahora recordar una época dorada para la astronomía y hacer balance de la labor de las Calculadoras de Harvard, grupo que solo ahora ha empezado a recuperarse de entre las sombras de la historia. La propia Sobel, quizás la historiadora que más ha contribuido a su conocimiento, reconocía en 2016 que no supo de su existencia hasta que se lo comentó otra colega, la astrónoma Wendy Freedman.
“Mencionó a Leavitt debido a la relación período-luminosidad y lo importante que era para determinar la edad y tamaño del universo. Nunca había oído hablar de ella. Me interesé por ella y ese período y me di cuenta de que había toda una habitación llena de mujeres como ella. Fue extraordinario”.
Quizás el Nobel la esquivó en vida.
Quizás llamó a la puerta de Leavitt demasiado tarde, cuando ya no podía ver recompensados sus esfuerzos y logros; pero el tiempo ha acabado poniéndolas, a ella y al resto de sus compañeras del observatorio de Harvard, en el lugar que les corresponden en la historia.
Muy por encima de lo que se esperaría de un grupo de mujeres contratadas para una labor rutinaria.
Muy por encima de unas simples computadoras.
Imagen de portada: Wikipedia (Harvard College Observatory)
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La noticia
Las Calculadoras de Harvard: las mujeres que ampliaron nuestra visión del universo (y tumbaron prejuicios) por 25 centavos la hora
fue publicada originalmente en
Xataka
por
Carlos Prego
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