Todo lo que, seis meses después, aún no sabemos sobre el coronavirus

Todo lo que, seis meses después, aún no sabemos sobre el coronavirus

Han pasado seis meses desde que la ciudad de Wuhan cerrara su mercado de animales vivos y lanzara la alarma de que una enfermedad desconocida se estaba empezando a extenderse. Desde entonces, más de 7 millones de infectados y 400.000 fallecidos sitúan a la pandemia del COVID-19 como la mayor crisis sanitaria del siglo XXI. Una crisis que está muy lejos de estar cerca del final.

Por eso quizás el momento de recapitular y darnos cuenta no solo de todo lo que hemos aprendido sobre el coronavirus, sino sobre todo de lo que nos queda por aprender. Estas son las grandes preguntas sobre el COVID19 que, seis meses después, aún quedan por responder.


¿Dónde y cuándo empezó la pandemia?

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Hace unos días, un equipo de investigadores de la Universidad de Harvard publicaban un trabajo en el que, cruzando datos de búsquedas de los términos ‘tos’ y ‘diarrea’ en el buscador chino Baidu e imágenes satelitales de los aparcamientos de los hospitales de Wuhan, llegaban a la conclusión de que el virus podía haber tenido su primera puesta en escena en agosto de 2018. Ni que decir tiene que se trata de un ejemplo magnífico de esos estudios con los que hay que tener mucho cuidado. A priori, aunque solo sea por su capacidad para descontrolarse, parece poco probable que el virus iniciara su andadura seis meses antes de lo que creíamos.

A día de hoy, la teoría que cuenta con mayor respaldo es que el “paciente cero”, la primera persona en contraer el virus, se debió infectar a finales del otoño pasado. Si nos fijamos en los primeros 41 casos confirmados, podemos comprobar que el primer paciente hospitalizado empezó a tener síntomas el 1 de diciembre e ingresó en la clínica el 16 de diciembre. Esto sitúa el inicio de ese primer brote en el mercado de Wuhan, como muy tarde, a mediados de noviembre. Todo lo demás es, lamentablemente, especulativo.

No obstante, esto nos da una buena muestra de todo lo que nos queda por saber en torno al origen del virus. La parte más conocida de esta búsqueda fue seguramente la teoría que situaba al pangolín como “paso intermedio” por el que el virus pasó de los murciélagos (su huésped original) a los seres humanos. El pangolín fue indultado, pero la cuestión no quedó ahí. Los genetistas llevan meses buscando pistas en el material genético del virus que permiten reconstruir el camino que siguió hasta llegar al ser humano (un camino que parece excluir cualquier teoría de la conspiración).

Sea como sea, nos equivocaríamos si pensáramos que el interés de responder las preguntas sobre el origen exacto de la pandemia es meramente académico o, peor, fruto del “morbo” periodístico. Hace unos días, los investigadores del Proyecto Viroma Global, dedicado a estudiar los más de medio millón de virus con potencial de saltar al ser humano que estimamos que hay aún sin identificar, publicaron un estudio pendiente de salir en Nature Communications en el que identificaban al menos 630 nuevas secuencias genéticas de coronavirus en murciélagos del sur de China. Aún no han analizado el genoma completo de cada virus y, por ello, no sabemos si corresponden con 630 nuevas especies de coronavirus (o algunas son parte del mismo virus).

Pero, con esas cifras en mente, se entiende rápidamente la importancia de la pregunta. Conocer cómo ha sido el salto a la especie humana y cuáles fueron sus primeros pasos nos puede ayudar a mejorar nuestros procedimientos de control de zoonosis, puede hacernos reflexionar sobre la inmensa tarea de empezar a cartografiar el mundo natural para tener identificados todos los virus posibles y, sobre todo, puede enfrentarnos a la verdadera dimensión de las amenazas que nos aguardan en un mundo cada vez más globalizado e interdependiente.

¿Qué letalidad tiene realmente del virus?

Tobias Rehbein Funcehy4szs Unsplash

Este es una pregunta central que tiene a los investigadores enfrascados en polémicas desde el principio. Algo que no deja de ser curioso porque, también desde el principio, sabemos que esa cifra no podrá estimarse con seguridad hasta el final de la pandemia. El motivo es que, para estimar la letalidad, tenemos que conocer tanto el número de fallecidos como el número de infectados. Hoy por hoy, y hasta muchos meses después de que demos por superada la pandemia en todo el mundo, no tendremos datos fiables de ninguna de las dos cosas.

No obstante, como decía, eso no ha evitado que numerosos expertos (algunos de los mayores expertos en medicina del mundo) hayan tratado de estimarla. Es algo que tiene sentido porque las decisiones que tienen que tomar los países cuelgan en buena medida de la peligrosidad del virus en cuestión. Sin saber ciertas referencias epidemiológicas básicas (en los básico: cuánto se contagia y cómo de virulento es) es muy difícil que un país decida ordenar cosas como el confinamiento de todos sus ciudadanos.

El ejemplo más claro de esta polémica ocurrió el 17 de marzo de 2020 cuando España llevaba unos días de cuarentena e Italia estaba deshaciéndose en mitad de la pandemia. Ese día, John Ioannidis, uno de los popes de la ciencia actual, aseguró en Statnews, que la letalidad de la COVID era muy parecida a la de la gripe estacional y que paralizar el mundo por él era “como si un elefante atacado por un gato doméstico salta accidentalmente de un precipicio y se mata por intentar evitarlo”. Una posición que ha terminado por acabar con su prestigio.

Aunque la polémica entre los que pensaban que se trataba “solo de una gripe fuerte” y los que avisaban que “China no cerraría una ciudad de 11 millones de habitantes solo por una gripe” se hizo muy popular, la verdad es que retrospectivamente parece inexplicable. Es decir, aún no sabemos cuál es la letalidad del coronavirus, pero hoy por hoy la cifra más razonable está sobre el 0,66% (mucho más alta que los valores de la gripe estacional).

¿Cuál es la dinámica exacta de difusión?

Aquí tenemos otro misterio. Durante meses las discusiones sobre cuáles eran las vías de transmisión del virus (específicamente si se contagiaba “vía aerosol”) protagonizaron el debate académico. Hoy, el consenso generalizado es que, aunque la vía en aerosol es teóricamente posible, no es habitual. Y el mayor riesgo viene por la transmisión por gotitas de flujo respiratorio.

Sin embargo, en las últimas semanas, los datos nos han llevado a hablar mucho de los “superdispersores”. Los investigadores han descubierto que, a diferencia de otras enfermedades infecciosas, el 10% de los infectados originan el 80% de las transmisiones. Es decir, con el coronavirus la gran mayoría de infectados no transmiten el virus y son solo unos pocos los que contagian (a un gran número de personas).

El problema es que no hemos sido capaces de encontrar características (genéticas, inmunológicas o de otro tipo) que compartan esos “superdispersores” y que estén detrás de los contagios. Sí hay datos sobre las circunstancias de esos contagios masivos y todo parece indicar que se producen “cuando hay personas infectadas en espacios cerrados y en contacto continuo con otras personas”. Esto nos da ciertas pautas porque, según los estudios más extensos, “la mayoría de los clusters se originaron en gimnasios, pubs, locales de música en vivo, salas de karaoke y establecimientos similares donde las personas se reúnen, comen y beben, charlan, cantan, hacen ejercicio o bailan, frotándose los hombros durante períodos de tiempo relativamente largos”; pero no llega a ser suficiente.

En este mismo sentido, tampoco sabemos aún el número mínimo de partículas virales que se necesitan para infectar a una persona. Si hacemos caso a lo que hemos aprendido sobre el SARS de 2002, estaríamos tentados a decir que harían falta menos de mil, pero aún no hay suficiente información disponible para saber si esa idea tiene base o no. Y esto es importante porque es lo que impide a los científicos evaluar con detalle la peligrosidad real de tocar superficies o la efectividad exacta de los distintos tipos de mascarillas.

¿Por qué afecta más a unos que a otros?

Marcelo Leal 6pcgtjduf6m Unsplash Marcelo Leal

Si hay una respuesta que la práctica clínica necesitaría responder de forma urgente es esta: por qué mientras algunas personas experimentan síntomas ligeros y efímeros, una minoría de pacientes desarrolla complicaciones que acaban por conducirlos a la muerte. Hay factores que ya conocíamos desde casi el principio, como la edad, y se ha halado mucho de las ya famosas ‘tormentas de citoquinas‘, pero esta pregunta va un paso más allá y nos enfrenta a los mismos mecanismos de acción del SARS-CoV-2. Unos mecanismos que empezamos a entender, pero que aún no lo hacemos del todo.

Ignacio López-Goñi repasaba hace unos días algunas de las teorías que se han expuesto para resolver la cuestión. Como mentaba este catedrático de la Universidad Pública de Navarra, hay indicios (aún no confirmados experimentalmente) de que la interacción entre la proteína S de la envoltura del virus y el receptor ACE2 de la superficie de las células podría estar detrás.

Resumidamente, “la interacción del SARSCov2 con las células lleva consigo una disminución de la función de ACE2. Esto puede manifestarse como un aumento de la concentración de angiotensina II, especialmente a nivel de los endotelios. Lo que a su vez genera una vasoconstricción, un aumento de la inflamación y de la presión arterial”. Es decir, que la infección por SARSCov2 no es solo una neumonía como a veces tendemos a pensar sino que se puede manifestar como “un síndrome respiratorio agudo, un daño renal, hepático, cardiaco e incluso cerebral”.

Ese es el motivo por el que “las personas con enfermedades como cardiopatías, EPOC, diabetes, enfermedades hepáticas o renales crónicas, hipertensión u obesos serían más susceptibles” a los efectos del virus. Como digo, estas teorías aún necesitan un enorme trabajo de confirmación, pero nos dan pistas de cuáles pueden ser las secuelas que deje el virus en los supervivientes. Secuelas muy variadas que hacen que se pueda considerar el virus también como una enfermedad del sistema circulatorio o, incluso, neuropsicológica y que aún están por investigar.

¿Qué pasa con los niños?

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Algo muy llamativo durante los primeros meses de la pandemia es que, para sorpresa de los expertos, el virus no parecía afectar a los niños. Con el tiempo, hemos ido descubierto que eso no es exactamente así. Es cierto que el COVID19 se manifiesta como una infección es muy leve en estos pacientes, pero causa algunas alteraciones dermatológicas. La misma interacción del virus con el receptor ACE2 que exponía en el apartado anterior podría estar detrás de estas manifestaciones, pero como aún es pronto para saberlo.

De todas formas, esa no ha sido la gran incógnita en torno a los niños: el gran debate ha sido si podían ser vectores de contagio y aquí, me temo, que también tenemos malas noticias. El sentido común marcaba que, si como parecía los niños se contagiaban igual que los adultos, pero no tenían síntomas, iba a ser muy difícil controlar la enfermedad. No tiene por qué ser así, al fin y al cabo que se contagien igual no significa que contagien igual, pero era una asunción razonable.

Por ello casi la totalidad de países del mundo tomó la decisión de cerrar las escuelas. Se estima que unos 1.500 millones de niños se quedaron dejaron de ir al colegio. Es una medida prudente, pero también una medida que nos ha impedido saber cuál era el papel real de los niños en la pandemia. Es más, los países que han tenido la oportunidad de estudiarlo (porque no cortaron clases) no lo han hecho. Suecia, sin ir más lejos, ha sido muy criticada por ello. De esta forma, muchas las preguntas que incluyen ‘niños’ y ‘coronavirus’ están aún por responder.

¿Cuánto dura la inmunidad?

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Cuando el Ministerio de Sanidad anunció los resultados preliminares de su estudio de seroprevalencia y afirmaba que solo el 5% de la población presentaba anticuerpos contra el SARS-CoV-2, la noticia cayó como un jarro de agua fría en la opinión pública. No por esperada, la certeza de que la epidemia solo había alcanzado a una parte muy pequeña de la población era menos desesperanzadora. No obstante, ni aunque los resultados hubieran sido mejores, hubieramos estados seguros de que era una buena noticia. Y es que no sabemos cómo funciona la inmunidad frente al virus.

Como lleva repitiendo la Organización Panamericana de la Salud (OPS) desde hace meses, al tratarse “de un virus nuevo, y del que todavía estamos aprendiendo más cada día, por el momento no podemos decir con total certeza que una persona que ha sido infectada con el virus no puede volver a infectarse”; la certeza aún no la tenemos, aunque sí varios motivos para creerlo.

El primero, los otros coronavirus. Nuestra experiencia con coranavirus humanos es que se generaba una inmunidad que podía durar entre tres meses y 15 años. El segundo es que los estudios preliminares con animales parecen señalar que, efectivamente, el virus genera inmunidad. Sin embargo, no es extraño que el cuerpo genere una inmunidad a corto plazo frente a distintos patógenos.

La cuestión es si esa inmunidad se alargará en el tiempo y nos permitirá alcanzar en algún momento la inmunidad de rebaño. La escasez de estudios amplios y fiables sobre los supervivientes (aunque ya tenemos algunos) y, sobre todo, la falta de tiempo para observarlos nos dejan en una situación muy inestable y comprometida ante la temida segunda ola.

¿Habrá segunda ola?

Las tres oleadas del H1N1 en Tailandia. Las tres oleadas del H1N1 en Tailandia.

Esta seguramente sea la pregunta del millón y la respuesta, de nuevo, es que no lo sabemos. Sin embargo, si nos fijamos en otras situaciones similares, la respuesta no puede ser otra que “probablemente”. Como explicaba Andrés Mohorte, casos como el SARS, la gripe aviar o la gripe española tienen una estructura parecida. Cuando los brotes tempranos terminaron y las medidas se relajaron o las condiciones ambientales empeoraron, se ocasionaron nuevos brotes (a veces incluso con mayor virulencia).

En este caso, como señalaba López-Goñi, “la aparición de nuevas olas epidémicas dependerá del propio virus, de su capacidad de variación y adaptación al nuevo hospedador, al ser humano; de nuestra inmunidad, de si realmente estamos inmunizados y protegidos contra él; y de nuestra capacidad de trasmitirlo y controlarlo”. Demasiados factores que, como hemos visto desconocemos casi por completo.

En definitiva, los modelos hablan de distintos escenarios. Desde una segunda ola mucho más intensa en invierno de 2020 hasta varias olas epidémicas durante un periodo de un par de años pasando por pequeños brotes sin un patrón claro. Lamentablemente o afortunadamente, esta pregunta sí tendrá una respuesta clara. Y no tardaremos demasiado en conocerla.


La noticia

Todo lo que, seis meses después, aún no sabemos sobre el coronavirus

fue publicada originalmente en

Xataka

por
Javier Jiménez

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