Jugando a Death Stranding: el terreno como metáfora y Kojima, su topógrafo

Jugando a Death Stranding: el terreno como metáfora y Kojima, su topógrafo

A medio camino entre el producto de autor (es sencillo rastrear en Death Stranding elementos -especialmente argumentales pero también de mecánica- del resto de la obra de Hideo Kojima), el videojuego mainstream (que es donde más cojea) y la experimentación pura con controles, ritmos y escenarios, Death Stranding está llamado, una vez más, a dividir al público. 

No hay que ser muy devoto del autor para ver con toda claridad que esta especie de walking simulator con justificación metafísica no es un juego para todos los gustos, y ni mil secciones de sigilo clásico o tiroteos convencionales van a cambiar eso.

Sin embargo, Kojima ha creado uno de sus juegos más accesibles en mucho tiempo. Por supuesto que el argumento es uno de sus delirios de ciencia-ficción críptica en formato puzle del que vamos recogiendo piezas en forma de diálogos que no van a ninguna parte, textos larguísimos y cinemáticas sin demasiado sentido. Pero en la base, Death Stranding se acoge esta vez a códigos que conocemos en parte, el de las ficciones post-apocalípticas, y propone uno de los protagonistas más “normales” de su carrera: un repartidor de paquetes que trabaja para una agencia pseudo-gubernamental.

Aunque el argumento del juego es importante, y aproximadamente a la mitad, o antes, comienzan a sucederse los giros que convierten el planteamiento inicial en una cosa distinta (cero sorpresas aquí, también), la auténtica innovación de Death Stranding llega por su mecánica. La que va a ser fuente de controversia, la que acerca al juego al mundo de los walking simulators (término, no lo olvidemos, inicialmente concebido como un respingo despectivo hacia indies como Gone Home): la exploración de los entornos agrestes de este mundo desconectado, y que Sam tiene que ir enlazando poco a poco, punto por punto.

El juego deja claro desde el principio en qué te tienes que centrar, que desde luego no es en mejorar el armamento, sino en preparar tu inventario para los largos viajes que te esperan. El juego deja que hagas tu estrategia: ¿más carga para aprovechar varios encargos en un viaje, o dejar espacio para paquetes olvidados y materiales que encuentres que luego permitan mejorar tus capacidades? Los inconvenientes que puedes encontrar (de los fantasmagóricos Entes Varados a ladrones de equipo) pueden ser repelidos de distintos modos, y los obstáculos naturales, sorteados de mil maneras. Pero la estrategia empieza en el inventario.

Topografía del alma

Una vez pertrechado como buenamente ha podido, el jugador tiene una misión a menudo sencilla: llegar del punto A al punto B. Algunas veces con límites de tiempo, a veces cuidando al máximo el equipo para que apenas se deteriore, pero a menudo con el margen suficiente como para caerse unos cuantos trompazos, es decir, para que experimente con el terreno.

Todo el esfuerzo técnico de Kojima ha ido en generar irregularidades en el terreno visualmente creíbles y realistas (importante: el jugador tiene que saber de un vistazo si esa cuesta la sube o le entra el flato a mitad), y que nuestro avatar tenga peso, se relacione con el terreno de forma intuitiva. Ahí es donde se percibe la impronta de Kojima en el juego, por encima de giros de guión o menús de “Pulsa B para acunar BB”: ha dedicado todo su esfuerzo en hacer el suelo más hiperrealista de la historia.

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De hecho, la parte de andar, caminar, explorar, subirte a pulso a esa montaña porque tú lo vales tiene unos controles tan precisos, sencillos y bien diseñados que contrastan con el que quizás sea el punto negro del juego, las escenas de acción y tiroteos convencionales contra humanos. Estas, con su desarrollo torpe y controles poco finos desvirtúan un poco el resultado final y hacen suspirar por un futuro en el que la obra de Kojima (o cualquiera) no se vea mediatizada por las exigencias más hardcore gamer.

Pero es que el suelo (“los mejores suelos de esta generación“, como dice mi sensei Javi Sánchez, que recuerda que estamos ante el motor del Horizon Zero Dawn) no es solo el núcleo jugable de la aventura, sino también una perfecta metáfora de la historia que quiere contar Kojima, que por una parte habla de la muerte y el duelo, y en eso no podemos entrar demasiado por los spoilers. Pero que por otra parte habla del esfuerzo que se precisa para que los lazos entre las personas sean duraderos. De lo que cuesta construir relaciones de verdad.

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Lo mejor no es que haya robots con los que puedes automatizar misiones. Lo mejor es que se van canturreando con voz cibernética.

Kojima está diciendo con sus suelos tecnológicamente avanzados que no se genera una comunidad de la nada, ni siquiera una virtual tipo red social, de la que la Red Chiral que Sam intenta construir es indisimulada metáfora. Hay que generarla paso a paso, y el tremendo esfuerzo que vemos hacer a Sam recorriendo esos caminos, subiendo cuestas y buscando resquicios para apoyar el pie al descender un abismo es un símbolo perfecto.

Muy al estilo Kojima, veremos a Sam darse tremendos trompazos cuando un resbalón o una mochila demasiado cargada le hagan perder el equilibrio. Y lo cómico de la situación (hay costalazos que parecen salidos de una película de los hermanos Marx, se nota que Kojima ha invertido también sus buenas horas en que veamos leches memorables) no quita para que, de nuevo, la precisión técnica del juego, lo sólido del suelo y lo consistente de nuestro avatar y su relación con el entorno lo haga todo mucho más doloroso. De nuevo el sencillo mensaje: cuidado con hacerte mucho daño y se vayan a romper esas botellas de vino, quizás en ellas resida el futuro de la comunicación humana a uno y otro lado de esta horrible fosa kilométrica.

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Por eso el terreno es lo importante de Death Stranding, por eso los Entes Varados -seres no del todo agresivos, no del todo inofensivos, sin duda profundamente torturados- convierten el paisaje en maremotos de alquitrán cuando aparecen, y por eso, precisamente, es tan satisfactorio sentarse a contemplar los increíbles paisajes que ha diseñado Kojima, y dejar que Sam se relaje. Por eso, en fin, Sam duerme en esos mismo paisajes en tiempo real, y si queremos que se eche una siesta y recupere energía a mitad de camino, no hay otra que ir a por un bocadillo a la cocina mientras tanto, porque ese proceso no se puede sortear con un menú. ¿Extravagancia de diseñador loco o brillantez conceptual?

Esta vez, Kojima no ha inyectado todo lo que quiere contar en las cinemáticas. Son importantes, porque conoceremos con ellas a un puñado de personajes desesperados por conectar, y desesperados también por conseguir que los demás lo hagan, lo que redunda en la inmersión en las misiones. Pero al final el juego propone largas horas de soledad entre el jugador, Sam y un terreno vasto y por explorar. Como Journey, como The Legend of Zelda: Breath of the Wild, como Shadow of the Colossus, Death Stranding no es un juego para todos los gustos, pero sí es uno que le sienta estupendamente al frenético panorama de los videojuegos actual. Uno que propone sentarse a tomar aliento antes de seguir con la lucha.

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Jugando a Death Stranding: el terreno como metáfora y Kojima, su topógrafo

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por
John Tones

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